Diario de León

«No pudieron darnos estudios, pero sí educación»

Emilio Gancedo publica ‘Palabras mayores’, una expedición de rescate de la memoria rural española

León

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Ha escrito Emilio Gancedo un libro que demuestra que los verdaderos viajes son los que emprendemos a través de las palabras de otros, de las vidas de los demás. El viajante... El autor adopta la tercera persona para hablar de una travesía que le llevó a visitar mundos avistados por quienes ya han regresado a Ítaca y pueden contarlo, como para zafarse de su yo particular y cargar con todas las conciencias que está a punto de ocupar, como un huésped vital y literario. «Hay que aprender a vivir nuestras vidas dentro de una sola, vamos a tener que reinventarnos, y cada vez más», le dice al viajante Baldomero Pestana, muestra palpable de que, sin embargo, hay muchas vidas dentro de una sola, de que no importa que el día levante con marejada —«Y la emigración, como para tantas legiones de paisanos a lo largo de la historia de Galicia, una posible y esperanzada salida de la pobreza, del oprobio, o de ambas ...»—, que siempre hay ocasión para el sol y los cielos azules. Los de Baldomero parecen una película, pero para conocer las escenas, asómense a los ojos de buey dibujados por el viajante. «Mi cabeza es despensa de memorias», le dice Joaquín Gómez Camacho y el viajante se las echa a la espalda para ir construyendo un castellet de vida, Palabras mayores, lo llama, 25 historias que son un mapa condensado del otro viaje, el viaje que este chamarilero del periodismo emprendió a lo largo de esta gran historia de vida.

A nadie se le escapa que este libro comenzó después de escuchar a cientos de ‘paisanos’; desde 2011 hace que el viajante comenzó este recorrido por las ‘peculiaridades’ leonesas hasta que un día dejó atrás los paisajes cisastures para alumbrar palabras nuevas, en asturiano algunas de las primeras, las de Ángeles González y el matrimonio formado por Arcadio Calvo y Lelia Aladro, que después de haber estado con ellos, el viajante «marcha tocado por los dedos de lo que es muy antiguo, inundado por un plácido desconcierto, sintiendo demasiado breve la piel del cuerpo».

«¿Entendiesteme?»

«¿Crésmelo?»

«¿Vuelvo dicévoslo?»

A veces las palabras más diminutas, esas a los que algunos no dan importancia preocupados como estamos por la grandilocuencia de la frivolidad, esas que otros tratan de esconder cegados por la purpurina de la modernidad, esas son las que más resuenan, las que se prenden de la vida y no vuelven a soltarse nunca, como «el senderín», que es como llama Ángeles al camino que lleva al cementerio: «El día en que nun podia más, la veremos coyer el senderín pende p’abaxo». El senderín, la muerte, la palabra definitiva, también está en Palabras mayores. Durante el camino, este viajante nos llevará a través de escenarios de guerra, noches rasgadas por la luz de la pólvora que el recuerdo ha ido dulcificado o, al menos, sosegando. Sin embargo, cuenta una historia que se traga el aliento y manda detener el tiempo, la historia de una mina romana de plata que se convirtió en el destino de decenas de desamparados por la vida, un pozo, un «esófago angosto y deglutidor», yacimiento de la arqueología tenebrosa del 36.

 

El viajante se ha dado cuenta de que su camino es parco en mujeres. Hay más hombres. «No sé por qué», dice asombrado porque, sin embargo, son ellas las que con más profundidad le han ‘llegado’. Como Lines Vejo, que tiene las hechuras de una madre legendaria cuya inteligencia nos brinda el nombre exacto de las cosas: «¿Qué es ser de izquierdas y qué, ser de derechas? Será ser persona. ¡Eso es lo importante!». «Pero si una persona no tiene más suyo que eso, su cuerpo, ¡uno no tiene más! Pues que cada uno lo utilice como quiera».

Nadie se va de aquí de rositas, pero el viajante ha sido sumamente cuidadoso para encontrar la piedra filosofal de estos mayores, el pedernal con el que se prende el fuego del acervo español. «Hay que llenar la cabeza antes que los bolsillos», le dijo al viajante Juana Somalo Parra, de Brieva de Cameros, el último pueblo riojano en el que se practica la trashumancia, una tradición que parece ya un recuerdo borroso... pastores, esos seres de cuento que por estas esquinas del tiempo parecen difuminarse como un espejismo... como Maxi Arce, de Rabanal del Camino, uno de por aquí, un niño que no tuvo juguetes, pastor, labrador, guardamontes, cazador cabal y pescador paciente a los pies del dios del Teleno, un niño que no tuvo juguetes y que se entretenía con un silbato de rama de saúco que le compró su padre en la feria de los remedios de Luyego. Dice el viajante que Maxi ha enseñado a decenas de niños a tocar y que ha llevado la música tradicional por toda la península porque, cómo este paisano dice: «Mis padres no pudieron darnos estudios pero sí nos dieron educación».

«Este viaje ha venido a satisfacer mi curiosidad por el medio rural una parte de España completamente olvidada de las administraciones, un abandono tan agudo que estremece»… El viajante recuerda la tarde transcurrida con Crispín Arregui y Justa Oregui, dos euskaldunes que le hablaron de los pastores vascos que marcharon a trabajar a las montañas de Idaho y sobre lo difícil que se ha vuelto seguir con la tradición: «Según va esto, aquí se acaba con todo el pastoreo. ¿La gente de arriba, sabes lo que hace con los ganaderos, hoy en día? Coger una cuerda y colgarles»...

Historias, escenas que seguirán vivas gracias a que este viajante las ha ido doblando de manera meticulosa en el maletín de sus afanes, convirtiéndolas durante años en una parte preciosa de su vida para que la memoria de todas las vidas atesoradas puedan ser visitadas una y otra vez, que para el viajante la posada solo es un momento más en el camino, y en su maleta las historias seguirán resonando una y otra vez, como la de la niebla que se cerró para salvar la vida del soldado navarro o la de la ‘vaca fantasma’ o la del ‘Pere Manel’, banco de peces fabuloso que jamás volvió a encontrarse... hasta coyer el senderín pende p’abaxo».

Un mundo moribundo

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