Diario de León
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nacho abad
León

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D esperté y era de noche. En penumbra bajé la escalera de la pensión. Sonaba como un organillo desafinado. Temí despertar a los demás huéspedes. Salí afuera y llegué al bosque. Comenzaba a clarear la mañana. El canto de los primeros pájaros se perdía entre el rumor de las hojas. Encontré una piedra plana y redonda, como un platillo volante, y me la guardé en el bolsillo. Cuando volví a mi habitación nadie había recogido los restos de la pasada noche. Me asomé a la ventana y fumé. También bebí. A veces, cuando miro a la calle, me imagino a mí mismo huyendo, como si tuviera un doble que escapara al verme. Tengo la tentación de salir corriendo detrás de él, pero temo que otro hombre idéntico a mí ocupe mi lugar en esta ventana, se encienda un cigarrillo y me vea escapar de los resto de la pasada noche. Esta vez, cedí a la tentación y fui en busca de mi yo imaginario. Corrí calle arriba, siguiendo los pasos de una sombra. «Y si cuando regrese —me pregunté—, alguien idéntico a mí ha ocupado mi lugar, ¿cómo sabré que yo soy yo y no él?». Recordé que llevaba conmigo una piedra. Eso me ayudaría. «Soy quien lleva una piedra en el bolsillo». Pero cuando palpé el bolsillo del pantalón, la piedra había desaparecido. ¿Se me habría caído? Entré de nuevo en el bosque y cogí otra piedra similar. Volví a mi habitación y todavía humeaba en el cenicero un cigarrillo mal apagado. Me asomé de nuevo a la ventana y vi a un hombre corriendo calle arriba. A medio camino se le cayó algo del bolsillo. Bajé a ver de qué se trataba. Era una piedra parecida a la que yo acababa de perder. Cuando me di la vuelta, vi a un hombre fumando en la ventana de mi habitación. «Si voy a su encuentro, ¿cómo sabré que yo soy yo y no él?», pensé. «Porque él no tiene una piedra el bolsillo», resolví. Subí las escaleras. Entré en mi habitación. No había un hombre sino un cadáver sobre la cama. Tenía los ojos abiertos y espantados, como si antes de morir hubiera visto un fantasma. Se los cerré y le coloqué las dos piedras sobre los párpados. Abrí la ventana y encendí un cigarro. Me quedé allí el resto del día. Pensé que la noche se llevaría aquel muerto que parecía más soñado que real. «Cuando amanezca —me dije— iré a buscar otra piedra para saber que yo soy yo y no él».

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