Diario de León

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Paisajes interiores

AYER SE CUMPLIÓ EL CUARTO DE SIGLO DE LA MUERTE DE ROSA CHACEL (1898-1994), A PUNTO DE SER CENTENARIA. MÁS MARCADA POR LA ESTELA DE ORTEGA QUE POR SU EXILIO, SE CONVIRTIÓ EN UNA DE LAS PRESENCIAS INCESANTES DE LA CULTURA ESPAÑOLA DE LA TRANSICIÓN. A VECES CON ESCÁNDALO. divergente

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ERNESTO ESCAPA
León

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S obre todo, a partir de la confidencia libre de sus diarios, donde anota nombres y episodios que testimonian con lucidez una vivencia soberana de su aventura de mujer y una intransigencia literaria sin concesiones. Algunos secretos guardados en la hucha de la memoria salieron a la luz al publicarse Alcancía (1982) y fueron propagados con alboroto en la prensa de aquellos años. Estación termini (1998) fue el volumen póstumo, donde albergó la calderilla del ajuste de cuentas con su tiempo y también los ecos de alguna provocación, como sus revelaciones homosexuales, que despertaron la alcurnia inquisitorial de ciertos gallineros y la ansiedad de amor imposible de algunas damas ilustres sofocadas por la apariencia. También su acecho impaciente al premio Cervantes, un galardón prometido que finalmente pasó de largo. Rosa Chacel tuvo sus recompensas —la bienvenida del Premio de la Crítica, en 1976; el Nacional de las Letras Españolas, en 1987; el Castilla y León, en 1990; y la medalla de oro de Bellas Artes, en 1994— y también unas cuantas decepciones. Por encima de todas, el reiterado y gratuito rechazo de la Academia, que le antepuso escritoras irrelevantes y siempre de menos fuste.

Rosa Chacel tuvo un recorrido literario anterior a la guerra, muy vinculado a la deshumanización orteguiana del arte. Como a Zambrano, le tatuó su razón poética. La receta –que, simplificando, consiste en observación al microscopio de los sentimientos y poco dibujo narrativo, escueto relato y abundante divagación— es la misma que alienta la renovación europea de la novela. En esa onda, sus textos más ambiciosos ofrecen una lectura ardua. Ocurre con La sinrazón (1960), obra de enorme esfuerzo creativo que recibió la acogida del desdén. Fue reeditada en España diez años después, con el aval de su paisano Julián Marías. Un relato demorado y puntilloso que recoge la confesión íntima de un hombre atribulado, cuya conciencia enrevesada marca el curso de la narración. Las andanzas de Santiago Hernández por Francia, Suiza y Madrid coinciden con las desveladas por su autora en la confidencia de sus diarios. La trama minuciosa de esta confesión desbordada va cubriendo los espacios abiertos por Estación, ida y vuelta (1930), su primera novela, mientras puebla sus bucles con lentas peroratas introspectivas.

Una aventura del marido con su hermana Blanca Chacel (1914-2002) provoca su huida a Berlín, víctima de un «desgarro íntimo». Allí encuentra a Rafael Alberti, a María Teresa León y también al hispanista Ángel Rosemblat (1902-1984), que la acompaña a pasear por una ciudad ya crispada por el nazismo. En Berlín conoce a Musia Sackeim, el joven alemán que la invita a bailar y con quien vive «un enamoramiento que no quiso alimentar». La muerte de su madre Rosa-Clara le hace evocar a Emilio, el cómplice fraternal añorado y perdido a los pocos meses, y la sume en una crisis devastadora, que ahonda su descubrimiento del episodio sentimental de Blanca con Timo.

La sinrazón vio la luz después de una estancia de medio año en Madrid y Estación surgió en Roma. Recoge la historia sentimental de una pareja que revuelve una relación ajena. A Roma había acudido Rosa Chacel con su marido el pintor Timoteo Pérez Rubio en 1921 y estuvieron seis años en la Academia de España. Desde su estancia romana la pareja había recorrido con interés lugares emblemáticos, como Nápoles, Salerno, Venecia y Burano, donde Rosa repara en que los hombres están siempre en las barcas, mientras las mujeres encajeras «tienen entre ellas sus amoríos, sus bailes y hacen la corte lesbiana a sus visitantes con una cordialidad admirable». Por encargo de Ortega había escrito Teresa (1941), que verá la luz ya en el exilio. Concebida como biografía de la amante de Espronceda, la escasez de documentos alentó su indagación psicológica, dando como resultado una estupenda novela histórica, con más pálpito que referencias cronológicas.

Su obra mayor fue Memorias de Leticia Valle (1945), que años más tarde llegó al cine, donde desvela la aventura de un adulto seducido por una preadolescente, que acaba en suicidio. Aunque la escribió como respuesta a una indagación romana sobre Dostoievski, en su fondo bulle la memoria de su infancia, que resalta el deseo de su protagonista de madurar como mujer culta e independiente. A ese universo de sueños y proyectos dedicó también Rosa Chacel su memorial Desde el amanecer (1972), donde evoca su infancia vallisoletana en la estela familiar del poeta Zorrilla.

Ya de vuelta a España, Rosa Chacel fue recuperando sus libros del exilio, mientras emprende un último proyecto con tres novelas que hacen balance de su memoria. Barrio de Maravillas (1975), premiada por los críticos españoles como mejor novela del año, inaugura el ciclo autobiográfico de recuerdos esbozados con el repaso a la pubertad madrileña, los amigos y la incipiente vocación intelectual, que conviven con un proceso de menguas familiares. Acrópolis (1983) se centra en los años veinte y gira en torno al eje de la Residencia de Estudiantes, donde bulle la inquietud de la protagonista, que refleja el tránsito hacia la ilusión republicana. Ciencias Naturales (1988) se ocupa del exilio y es la más floja de la trilogía, por descuidos de estructura debidos al acopio de materiales que a veces no encajan en el recuento introspectivo. Son relatos que descansan en el buceo lírico de la memoria, en el rescate y evocación de un tiempo generacional tenazmente modelado para realzar sus perfiles menos realistas.

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