Diario de León

La batalla diaria de Nadia Bondarchuk y el ejército de civiles

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Nadia Bondarchuk camina con paso ligero. Las zapatillas de casa rascan las piedrillas del camino que conduce a su hogar. Ese sonido suena dulce frente a las constantes explosiones y tiroteos de fondo. Esta mujer de 75 años ya se ha habituado y no les presta atención. No ocurre lo mismo con Chery, Chip, Chervuka y Hamlet, sus tres perros y su gato, que no se acostumbran al ruido de los combates.

Sólo Nadia y su vecino Iván resisten en el barrio de Berkovets de Kiev, al noroeste de la capital y a las puertas de Bucha y Hostomel, dos de los lugares en manos de Rusia. Es la primera línea de defensa para las tropas ucranianas y, por tanto, el primer punto por el que podrían entrar los rusos.

La guerra cumple un mes y las autoridades aseguran que en las últimas horas las tropas enemigas no sólo no avanzan hacia Kiev, sino que han conseguido hacerles retroceder de Moshcun o Makariv, que, según los medios oficiales, estarían de nuevo en manos de Ucrania. A ello habría que añadir que, en palabras del alcalde, Vitali Klitschko, «Irpín ya está prácticamente bajo nuestro control». El exboxeador apuntó a Brovary, al noreste de la capital, como «la próxima gran batalla para alejar al enemigo».

Unos y otros saben del simbolismo de Kiev y por eso los ucranianos la defienden por todos los medios posibles. Así que, con el parte de guerra ucraniano en la mano, los estruendos que rompen con la imagen bucólica de la dacha de Nadia «vienen de fuego propio».

«Son los nuestros», afirma esta mujer que ahora dedica su vida a ayudar a soldados y milicianos. O quizá no, porque Rusia empleó por primera vez cohetes de clase Grad contra la capital y alcanzó varios edificios cerca del centro.

Las gallinas picotean en el jardín de la casa, ocupado por tres tenderetes donde cuelga ropa militar. «Los chicos vienen cada día por la mañana, después de pasar la noche combatiendo en el bosque, y me dejan ropa sucia para que la lave. Algunos también desayunan algo o se duchan. Llegan agotados. Yo me encargo de limpiar la ropa, la cuelgo al sol y por la tarde pasan a retirarla», comenta Nadia, quien asegura no tener miedo porque «no me importa morir hoy o mañana. Así que yo me quedo y al menos trato de ser útil a mi país en algo».

EL GRAN APOYO

Además de militares regulares y voluntarios de las unidades de la Defensa Territorial, un ejército de civiles arropa a los uniformados ucranianos. Hay restaurantes que, aunque estén cerrados al público, mantienen sus cocinas en marcha para enviar raciones al frente, y en las pocas cafeterías abiertas todas las consumiciones son gratuitas para ellos y gente como Nadia colabora en esta guerra con lo que puede: una lavadora, una ducha y el té siempre caliente. El intercambio de disparos es intenso. Nadia no se altera y asegura que es peor por el día que por la noche. Ella, al menos, consigue dormir.

En el salón de la casa tiene una foto de su Crimea natal, bajo control ruso desde 2014, y la televisión conectada las 24 horas para estar informada y acompañada. No tarda en sonar el teléfono móvil y desde un puesto de control cercano le preguntan por la identidad de la visita que acaba de recibir. Informa que se trata de periodistas y en unos minutos cinco militares se presentan para revisar las acreditaciones de los reporteros. Es una zona sensible. Interrogados sobre cómo van las cosas en el frente, la respuesta de uno de ellos es «cincuenta, cincuenta». Nada más.

Nadia sigue a lo suyo. Calcetines, pantalones, camisetas, chaquetas. Cuando las prendas se secan las mete en bolsas de plástico y las deja en la puerta. No tiene un arma en la mano, pero no le hace falta. Las guerras tienen muchos frentes y Vladímir Putin ha logrado activar a una sociedad volcada en la defensa de su país. Millones de ucranianos han dejado sus casas para escapar de la guerra, pero los que se quedan, como Nadia, lo hacen para combatir y hacer posible que sus paisanos regresen lo antes posible.

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