Diario de León

La mayor parte de los niños murió en la misma clase

El asesino era introvertido, aficionado a los videojuegos y tenía problemas de dicción

Imagen del colegio de la masacre. AARON M. SPRECHER

Imagen del colegio de la masacre. AARON M. SPRECHER

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Si lo que Salvador Romero buscaba en su carrera al infierno era captar la atención, lo consiguió. Medio país escrutaba este miércoles su foto en busca de algún indicio que permitiera entender la carnicería sin sentido que perpetró el martes en el colegio de primaria Robb de Uvalde (Texas), pero se encontraron con lo mismo que cuantos le conocieron: un adolescente introvertido y antisocial, con problemas de habla, a menudo ridiculizado y siempre refugiado en los videojuegos. La semana pasada cumplió los 18 años, lo que le permitió adquirir legalmente los dos rifles, siete cargadores de alta capacidad y 375 cartuchos que no tardó en usar.

La mayoría de los 19 niños que mató el martes estaban en la misma clase de cuarto grado, un aula en la que se parapetó durante 45 minutos. Sus víctimas infantiles tenían entre ocho y diez años, como Xavier Lopez, de diez, uno de los primeros en ser identificados. Le gustaba jugar al fútbol y comer hamburguesas. Su madre había estado con él esa mañana en el colegio para la ceremonia de fin de curso, sin imaginar que sería la última vez que le viera. Su prima, Annabel Guadalupe Rodriguez, también abatida a tiros, estaba en la misma clase. Su familia había sufrido varias pérdidas por la covid, «y ahora que la cosa empezaba a pasar, viene esto», suspiró su padre consternado. La maestra Eva Mireles murió abrazada a sus alumnos tratando de protegerlos. «Eres una heroína, mamá, pero esto no parece real», le lloró su hija esa noche en una carta que hizo pública. «Solo quiero escuchar tu voz cuando me despiertes por la mañana, molestarte mientras duermes la siesta y pelearnos por cualquier tontería para luego reírnos juntas de ello. Lo quiero todo. Te quiero de vuelta».

El joven que se la había robado para siempre había empezado por su propia abuela, de 66 años, que le acogía cada vez que discutía con su madre, lo cual al parecer ocurría a menudo. Sus amigos la escuchaban gritarle por detrás mientras competían con él en los videojuegos. Le sermoneaba por no ir a la escuela, por pasarse la vida frente a la consola, por no hacer nada de provecho. Quizás por eso se le había visto trabajando en un establecimiento de la hamburguesería Wendy, donde, según el dueño, no era como los demás. «Mi gente habla, se ríe, gasta bromas, ¿entiendes? El no, siempre estaba en lo suyo». El martes a las 11:30 horas los vecinos oyeron disparos y, al asomarse a la calle, lo vieron salir disparado de un acelerón en una camioneta pick up repartiendo tiros.

La primera, su abuela

La mujer quedó moribunda, pero aún aguantó con vida hasta las cinco de la tarde, más que él.

Último día de clase Tenía claro a dónde iba, como si lo hubiera pensado: un colegio de primaria cercano al instituto en el que estaba matriculado, por el que cada vez se le veía menos. Era el último día del curso escolar, pero nadie imaginaba que también sería el último de sus vidas. Alfred Garza supo por su esposa a la hora del almuerzo que no había podido recoger a la niña del colegio. Había habido un tiroteo y las puertas estaban selladas, le dijo. Se fue corriendo para allá y se pasó todo el día sentado en la acera, esperando para recoger a Amerie Joe, una niña «vivaracha» de diez años que «hablaba con todo el mundo» y «siempre estaba gastando bromas», contó al New York Times y NPR.

«l principio decían que había habido disparos pero que nadie había resultado herido. Luego, que había algunos heridos». Y poco a poco el ambiente se hizo más lúgubre y más tenso, con augurios más negros...

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