Diario de León

acto institucional por el 40 aniversario de la constitución

La Constitución de la concordia: el pueblo siempre protagonista

Publicado por
Mario Amilivia González. Presidente del Consejo Consultivo de Castilla y León
León

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Es un gran honor participar en este 40 aniversario de la abrumadora ratificación de la Carta Magna por parte del pueblo español en el referéndum celebrado aquel 6 de diciembre, cuatro décadas en las que nuestro sistema constitucional ha sido una pieza fundamental para la estabilidad, la convivencia y modernización de España, el periodo más largo de paz y de prosperidad del que venimos disfrutando los españoles a lo largo de nuestra historia. [...]

Como ex alcalde y presidente del Consejo Consultivo, permítanme brevemente realizar una reivindicación del municipalismo, precisamente a las puertas del año en el que se van a cumplir 40 años de ayuntamientos democráticos, y que lo haga aquí, en la Diputación, la ‘Casa de los Ayuntamientos’, el ‘Ayuntamiento de los ayuntamientos’ de la provincia de León.

La existencia de las diputaciones está garantizada constitucionalmente al ser configuradas, tanto como una entidad local con personalidad jurídica propia, como una división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado. Pero, además, nuestra Constitución prevé una garantía más respecto a la configuración provincial actual, al exigir una Ley Orgánica para cualquier alteración de sus límites provinciales. Asimismo le fue otorgada la iniciativa en el proceso y constitución de las comunidades autónomas.

Maura definía a la «España rural» como la «España sin pulso»; que esto no sea así es el principal papel de las diputaciones. Deben ser éstas garantes de cohesión social y equilibrio territorial en el mundo rural, ya que están llamadas a garantizar la prestación de servicios públicos ciñéndose a las competencias que les son propias, de cooperación y asistencia a los municipios, fomentando los servicios mancomunados por áreas o comarcas, generando, en definitiva, una gestión eficiente. Deben, por lo tanto, convertirse en el ‘Ayuntamiento’ de los pequeños ayuntamientos.

Y quiero reivindicar, en una comunidad autónoma que tiene 2.248 ayuntamientos, casi un tercio del total de España, y en una provincia que cuenta con 211 de ellos, el compromiso siempre desinteresado de nuestros alcaldes y concejales de los pequeños ayuntamientos, que son un ejemplo de servicio a sus vecinos y también son políticos, aunque no creo que nadie les incluya entre los que son considerados como el «tercer problema del país». Muy al contrario, forman un voluntariado, normalmente a coste cero, al servicio de los demás. Son lo que yo siempre he considerado el ‘vecino de guardia’.

En esta intervención quiero detenerme principalmente en tres acontecimientos históricos en los que el gran protagonista de las transformaciones sociales y políticas es el pueblo y que fueron decisivos. [...]

Me referiré concretamente a las Cortes de León de 1188, a las Cortes de Cádiz que aprobaron la Constitución de 1812 y, finalmente, a las Cortes Constituyentes de 1977 y a la Constitución de 1978. Un recorrido de 790 años que condujo a la afirmación de la democracia basada en la supremacía de la ley como expresión de la voluntad soberana del pueblo. Alfonso IX reinó entre 1188 y 1230, reinado que estuvo marcado por tensiones y rivalidades con Portugal y Castilla. También por la reconquista de Extremadura a los almohades. Pero especialmente por haber sido un rey legislador que convocó las Cortes de León en 1188, posiblemente acuciado por problemas económicos. Siempre el origen del Parlamento se ha vinculado al presupuesto, a la búsqueda de la conformidad del pueblo a la hora de exigirle nuevos esfuerzos fiscales. De aquellas Cortes nacieron unos decretos conocidos como la Carta Magna leonesa. [...]

Las Cortes de León fueron convocadas en el atrio de San Isidoro. Alfonso IX, nada más comenzar su reinado, convoca aquellas Cortes en las que, junto a una curia regia formada por la alta nobleza y la alta clerecía, figura por primera vez una presencia de los ciudadanos, los «omes buenos». Es decir, son las primeras Cortes en la historia de Europa en las que se permite y admite la opinión del pueblo.

En junio de 2013, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) declaró los ‘Decreta’ de León de 1188 «Memoria del Mundo» «por ser el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo». Los documentos redactados tras la celebración de aquella curia regia reflejan, según la Unesco, «un modelo de gobierno y de administración original en el marco de las instituciones españolas medievales, en las que la plebe participó por primera vez al tomar decisiones ‘del más alto nivel’, junto con el rey, la iglesia y la nobleza, a través de representantes elegidos de pueblos y ciudades». [...]

Lo realmente innovador a partir de aquella curia de 1188 es que la presencia de los ciudadanos abandona ya su carácter testimonial para convertirse en expresión real de la necesidad que siente la monarquía de reconocer que grupos sociales ajenos a las tradicionales y consolidadas aristocracias deben ser considerados formalmente como parte constitutiva del reino. La presencia ciudadana en aquella curia y posteriores supondrá el reconocimiento de una insoslayable realidad, la del creciente protagonismo del pueblo. [...]

Las Cortes de Cádiz

Si hoy nadie discute que históricamente las primeras Cortes modernas son las de León, tampoco se cuestiona que en las Cortes de Cádiz se reivindicó por primera vez en nuestra historia constitucional el principio de soberanía nacional. [...] Es el pueblo español, abandonado y huérfano por la «España oficial», el que defiende sus derechos, su independencia contra el invasor francés y a su rey, Fernando VII, su soberano, que lo es porque así lo quiere el pueblo español. [...] Cristaliza en la formación de juntas provinciales, y, finalmente, en la Junta General, que aprueba una serie de decretos y convoca las Cortes de Cádiz, que dieron lugar a la Constitución de 1812. Así se llega por fin a la reunión de las Cortes, formadas por los diputados de las diversas provincias, en realidad de las ‘españas’ de ambos hemisferios, reunidos para deliberar en asamblea única y no por brazos o estamentos (nobleza, clero y estado llano) como era costumbre en el Antiguo Régimen. [...] «Los diputados que componen este Congreso y que representan la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y extraordinarias y que reside en ellas la soberanía nacional». [...]

En cuanto al contenido de la Constitución de 1812, su mayor aportación es la soberanía nacional, pero también estableció el principio de la división de poderes y de la responsabilidad del rey, y decisiones tan importantes como la abolición del vasallaje, de la Inquisición, la prohibición de la tortura o la aprobación de la libertad de prensa. [...]

Como nota anecdótica, pero que explica las buenas intenciones de aquellos constituyentes, es que en su artículo sexto, de entre las principales obligaciones de los españoles establece: «El amor a la patria y asimismo el ser justos y benéficos», principios que no volverán a ser reiterados en ninguna otra Constitución por tener fundamentalmente un carácter ético. Ha de destacarse que esta Constitución señala que el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, apunte que también se da en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.

Vuelta al absolutismo

Concluida la Guerra de la Independencia y restaurado el reinado de Fernando VII, éste dicta un decreto el 4 de mayo de 1814 en el que textualmente «quitaba de en medio del tiempo la Constitución de 1812» y en la que expresamente manifiesta negarse a «jurar ni a acceder a dicha Constitución ni a sus decretos generales, especialmente aquellos que eran depresivos de los derechos y prerrogativas de su soberanía». [...]

Más tarde, con el pronunciamiento del coronel Rafael Riego, llega el trienio liberal (1820-1823) en el que se restablece la Constitución de Cádiz, que es otra vez abolida como consecuencia de la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, ejército mandado por las fuerzas de las potencias absolutistas europeas para restaurar a Fernando VII como monarca absoluto. [...]

Así se abre una nueva etapa, un nuevo tiempo, aún más agitado, alterado, convulso, caracterizado por enfrentamientos entre liberales y absolutistas, entre las llamadas dos ‘españas’, que conllevó situaciones límite, cruentas y tan traumáticas que hoy son difíciles de creer. Recordemos, en este sentido, las palabras con las que definió la situación final de la I República, que sólo duró once meses y tuvo cuatro presidentes, quien fuera el último de ellos, Emilio Castelar. [...]

Por lo que se refiere a nuestros textos constitucionales, la soberanía nacional fue proclamada en la Constitución gaditana y se mantuvo en la de 1869 con la abdicación de Isabel II. Sin embargo, en el Estatuto Real del año 1834, al comienzo de su mandato, se asentó la idea de la soberanía tradicional monárquica de origen divino. La soberanía compartida, Rey y Cortes, fue sostenida en las constituciones canovistas de 1845 y 1876, y también en la de 1837. Finalmente se proclama la idea de soberanía popular en el proyecto de Constitución de la I República y en la Constitución de la II República, cuyo artículo primero señalaba que «los poderes de todos los órganos de la República emanan del pueblo…».

Siglos XIX y XX [...] España ha vivido un periodo histórico marcado en consecuencia por vaivenes e inestabilidad, enfrentamientos y violencia, intransigencia e intolerancia, dogmatismo y falta de diálogo, en una dialéctica entre cambiarlo todo o no cambiar nada.

LEY PARA LA REFORMA POLÍTICA

Muerto Franco, el Rey Juan Carlos I, sensible a lo que el pueblo español demandaba, inicia la transición. España necesitaba, como en otro momento histórico señalara Cánovas del Castillo «una monarquía más institutoria que instituida. Antes que una dinastía, un monarca; antes que un monarca, un hombre». [...]

Como procedimiento para derogar las leyes e instituciones franquistas, se ideó la aprobación de la llamada Ley para la Reforma Política, auténtica ingeniería jurídica ideada por Torcuato Fernández Miranda a instancias del Rey, de la que fue ponente el leonés Fernando Suárez, una ‘ley puente’ que significaba un cambio de régimen puesto que proclamaba, como fundamento político, la democracia en España y la soberanía popular. [...]

LA CONSTITUCIÓN DE 1978

En primer lugar, es necesario señalar cómo la Constitución abordó sin complejos los retos históricos y acertó con la determinación de las grandes cuestiones que conforman sus contenidos fundamentales: Estado social y democrático de derecho, Monarquía parlamentaria, democracia representativa y afrontó el problema territorial con el llamado Estado de las Autonomías en virtud del llamado principio dispositivo, posiblemente la gran novedad constitucional, un éxito y, al mismo tiempo, un factor de nuevas preocupaciones que se reiteran en el tiempo.

La Constitución reconoció el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones y la solidaridad entre todas ellas. Solidaridad, palabra habitualmente olvidada, que es la clave del sistema, sustento y razón de ser de nuestro país. Un modelo que dejó patente que la soberanía reside en el pueblo en su conjunto, no hay soberanías compartidas; detrás de cada Estatuto de Autonomía, que son, como saben, leyes orgánicas, existe una sola voluntad: la voluntad del pueblo español en su conjunto, sin perjuicio de que en su elaboración legislativa, legítimamente, participen dos parlamentos.

Consagra una nación formada por ciudadanos libres e iguales, no una España de territorios, sino una nación en la que todos los españoles ostentan los mismos derechos y obligaciones, vivan en el lugar donde vivan, en la que el Estado debe garantizar el principio de solidaridad. En definitiva, hablamos de igualdad, ausencia de privilegios y solidaridad entre todos los ciudadanos.

Desde otro punto de vista, se ha caracterizado por su ambigüedad y polivalencia por, como ha subrayado el propio Tribunal Constitucional, crear un marco de coincidencias lo suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo.

La Constitución de 1978 no satisfacía plenamente la apetencia de todos, a todos disgustaba en algo, porque su propósito no era tanto un modelo concreto como el hecho de alcanzar un pacto entre todos los españoles, un acuerdo que pusiera fin a un pasado de enfrentamientos y que alcanzara la concordia.

Como ha señalado el Consejo de Estado, «en contraste con otras muchas de nuestra historia constitucional, vinculadas a una determinada posición política o a las preferencias de una sola parte de la sociedad, la de 1978 es una Constitución comúnmente aceptada, una norma colectiva que, por pertenecer a todos, nadie puede reclamar en propiedad. No es de extrañar, en consecuencia, que sea la que más estabilidad auténticamente democrática haya proporcionado a la España de los dos últimos siglos».

Una Constitución no impuesta por unos españoles a otros, en definitiva, un acuerdo sin vencedores ni vencidos.

La Constitución, como señaló el profesor Gregorio Peces Barba, que fuera presidente del Congreso: «Es un acuerdo en lo fundamental, es un pacto para la paz y para la convivencia con profundas raíces éticas y culturales que pretendió superar una tradición de enfrentamientos y buscar la coincidencia en lo fundamental».

Para Hernández Gil, que también fuera presidente de las Cortes, consenso consistió en lo siguiente: «Constante presencia de cada uno en el otro, de los otros, de todos. Sentido total de la convivencia. El otro es partícipe y rival, no enemigo. Voluntad de aproximación, encuentro y entendimiento. Tolerancia, transigencia. Crisis y superación del dogmatismo de las verdades absolutas. En definitiva, comprender que el destino político de un pueblo no puede ser objeto de expropiación ni apropiación por un grupo, una clase o una persona porque es obra y patrimonio de todos los ciudadanos (…)». Reflexionemos seriamente si estas palabras no están ahora más vigentes y estos comportamientos no son ahora tan necesarios como entonces.

Ahora, previsiblemente, sea necesaria una modificación del texto constitucional. En este sentido, hay que recordar el dictamen que elaboró el Consejo de Estado a petición del Gobierno y que planteó reformas como la del Senado, a fin de que definitivamente sea una Cámara de representación territorial, sin perjuicio, en mi opinión, de la conveniencia de cerrar el Título VIII de la Constitución y atribuir un listado definitivo de competencias del Estado y de las comunidades autónomas y, en su caso, la incorporación de la denominación de éstas; la reforma que afectaría al orden de sucesión a la Corona con el fin de adaptarla el principio de no discriminación de la mujer; y, finalmente, la incorporación del compromiso contraído por los españoles para la integración europea.

A mi juicio, aunque para ello no haría falta modificar la Constitución, sería necesaria una modificación de la Ley Electoral que permitiera establecer barreras legales a fin de garantizar que en el Parlamento se debatiese sobre estos intereses, se fomentase la estabilidad de nuestros gobiernos y se abriesen las listas electorales con el establecimiento de votos propios, así como la elección directa de alcalde.

De todos modos, cuando reflexionemos sobre estos debates tendremos que preguntarnos si estamos pensando en resolver los problemas del pasado o del futuro, pues una reforma constitucional debe dar una respuesta abierta, inteligente y generosa a los problemas a que se van a enfrentar las nuevas generaciones en un mundo global y marcado por las nuevas tecnologías.

Aunque debemos recordar las palabras de Montesquieu cuando señaló que «las constituciones hay que tocarlas con manos temblorosas». Sólo en el supuesto de que prevalezca el espíritu del consenso podría ser oportuna su reforma, acercando el texto a nuestra realidad vigente, con firmeza y sin temores. En ningún caso sería inteligente romper el pacto constitucional.

Pero permítanme concluir esta reflexión pública con una apelación a la política con mayúsculas, al consenso y a la concordia. Hoy se percibe en algunas posturas un desprecio, mejor dicho, un rechazo al llamado espíritu de la Transición y a una Constitución que ha propiciado 40 años de democracia y de paz. Un repudio a la política con carácter general. Y yo me pregunto: ¿cómo se suprime a toda la clase política? La política es necesaria siempre en democracia, sin perjuicio de que requiera en cada momento altura de miras, lo que no cabe es su ausencia, lo que lisa y llanamente significaría dejar al pueblo sin palabra. [...]

Evidentemente, sin políticos no hay democracia, no se pueden sustituir, pero sí sería deseable que éstos se impregnaran del talante de nuestros ‘vecinos de guardia’, nuestros alcaldes y concejales, siempre al servicio del interés general, y que todos, independientemente de sus ideas, tengan el espíritu de la Transición, que significa voluntad de diálogo y de concordia. [...]

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