Diario de León

EL ENTIERRO DE GENARÍN

El santo pellejero y borrachín

Procesión iconoclasta del Entierro de Genarín en la llamada 'Plaza de Tiendas', la plaza de San Martín, la madrugada del Jueves al Viernes Santo de 2004.

Procesión iconoclasta del Entierro de Genarín en la llamada 'Plaza de Tiendas', la plaza de San Martín, la madrugada del Jueves al Viernes Santo de 2004.

León

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Se convirtió en santo -en realidad lo convirtieron en santo- pero en vida fue pellejero de profesión, borrachín empedernido de afición y enamoradizo de viejas prostitutas de corazón. Se ganaba la vida en la calle y se la jugaba en cualquier partida de mus y garrafina, daba igual qué y dónde. Era parroquiano de todas las tabernas de buen y mal vivir de León. Y dicen que veía amanecer sin haber anochecido y que yacía en cualquier colchón de cualquier destartalado prostíbulo calentando cama de alcahuetas y rameras en decadencia. Pero quién sabe en realidad.

Porque Genarín era un hombrín que devino en mito por el empeño de otros bohemios de mejor vivir que él, que compartían calle y barra en aquel pueblón llamado León que tenía, por entonces, 25.000 vecinos, y dicen que se conocían todos. Su vida azarosa y oscura se convirtió en leyenda por pura provocación, y fue glosada por un puñado de poetas de buen tino que consumían orujo, como él, y escabeche, sólo ellos.

De este santo irreverente e iconoclasta se guardan en la memoria colectiva algunos datos biográficos. Genarín fue en realidad Genaro Blanco Blanco. Tal vez fuera un huérfano, pues con esos apellidos se bautizaba a los niños leoneses sin padres, en honor a la Virgen Blanca. Debió nacer extramuros de León a mediados del siglo XIX y la vida le empujó a ganársela vendiendo pieles de conejo. Lo que engrandeció a Genaro no fue su vida sino su muerte. Y más que eso aún: la fecha de su muerte. Algo ajeno a su voluntad. Genarín cayó fulminado en la madrugada del Jueves al Viernes Santo mientras la Ronda de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno repetía su ancestral letanía por las calles del viejo León llamando a su venerada procesión: “Levantaos hermanitos de Jesús, que ya es hora”.

Como si de un presagio se tratara, pues fue la hora, sí, pero la del pobre Genaro. Quedó muerto en el tercer cubo de la muralla romana, en la vieja carretera que separaba la urbe de los arrabales atravesados por arroyos, atropellado sin misericordia en una noche santa por el primer camión de la basura que hubo en León. A la historia ha pasado que fue “La Bonifacia”, llamado así porque el encargado de su adquisición fue un concejal de nombre Bonifacio Rodríguez. En realidad, más parece que ese fuera el nombre del primer camión de bomberos. Sea lo que fuera lo que lo atropelló, cuentan las crónicas que aquel trasto con motor que enfiló directo hacia Genaro Blanco mientras hacía despreocupadamente sus deposiciones en mitad de una calle de barro y miserias era conducido la fatídica madrugada del 28 al 29 de marzo de 1929 por un tal José María Sáenz, alias “el Pellejina”. Genaro quedó tendido inerte en la calle. Tenía aquel santo varón 60 años.

Fin de la historia, nace la leyenda. Con Genarín se fue muriendo, poco a poco, el León de la copita de orujo y el escabeche de tino, de los bueyes por las calles, de mercados y tenderetes, de soportales y sabañones, de canónigos y mujerzuelas. Pero reunidos en torno a una barra de un bar, un grupo de amigos unidos por el verso y la noche resucitaron a Genaro Blanco por los siglos de los siglos. Cada noche de Jueves Santo, mientras la Ronda de Jesús desgranaba su llamada a toque de esquila, corneta y tambor destemplado, estos poetas de la nada, contraviniendo leyes y costumbres, desafiando a autoridades y autorizaciones, escandalizando a beatos y conciencias, recorrían sigilosamente bajo la luna llena de la Semana Santa las viejas calles y los rincones que había paseado, cogorza tras cogorza, el pobre Genaro. Embriagados de versos y alcohol, desgranaban sus rimas bebiendo orujo a la luz de las farolas. Y así fue como fueron construyendo la auténtica historia del santo borrachín.

El cortejo, a modo de procesión, lo formaban que se sepa al menos cuatro individuos, aunque siempre había algún añadido. Pero el abad y los seises de esta insólita e irreverente cofradía eran Francisco Pérez Herrero, mecánico dentista al que le gustaba enseñar los dientes contra lo establecido, poeta con cierto renombre y creador del mito Genarín. Lo acompañaban Luis Rico, un aristócrata bohemio que nunca vivió el día salvo su amanecer, Nicolás Pérez “Porreto”, a la sazón árbitro de fútbol, y Eulogio “el Gafas”, taxista de día y coplero de noche. Veremos más adelante cómo estos cuatro tipos de la noche leonesa se convirtieron en los “cuatro evangelistas” de “Nuestro Padre Genarín”, con todos los respetos, si es que se puede.

Conocían poco de Genaro Blanco, pero lo suficiente para tejer una semblanza que fue engrosándose con las ocurrencias y los años. Sí sabían de sus descomunales borracheras de orujo y de sus andanzas por los burdeles de la ciudad. Tal vez porque coincidían con él, al menos en tascas, cantinas y tabernas. Y fue allí donde crearon la figura de Genarín y desde la barra de un bar lo elevaron a los altares del santoral profano e irreverente. Glosaron pues las andanzas y enseñanzas del nuevo santo, y fueron incluyendo sus milagros. Todo mofándose de la ortodoxia establecida, del catecismo moral de la época imperante. Los primeros romances cantaron con maestría las virtudes del orujo y el lenocinio. Y esos versos encadenados fueron corriendo de boca en boca por la ciudad, engrandeciendo la figura de Genaro y, de paso, la de sus creadores y su insólito cortejo cofrade. El encargado de abultar la biografía del nuevo santo leonés fue el inefable Pérez Herrero, dotado de una cualidad innata para socarronearse del poder establecido, fundamentalmente en ripios. Uno de sus versos es de declinación obligatoria en el Entierro de Genarín y ha pasado a la memoria colectiva de generación en generación:

Y siguiendo sus costumbres

que nunca fueron un lujo

bebamos en su memoria

una copina de orujo

Y lingotazo para el cuerpo. Así comulgan, en santa unión, los seguidores del santo borrachín desde la ya lejana década de los treinta del siglo que ha pasado.

El 'paso' de Genarín en la 'procesión' de su entierro. JESÚS F. SALVADORES

De Genaro Blanco se conoce además su espartana indumentaria, producto de las estrecheces de la época y de la costumbre de una ciudad azotada por el viento del Norte y el sol inclemente. A la vieja usanza de arrieros y tratantes de ganado, Genaro vestía calzón de pana, blusón negro de dril con botonadura hasta el cuello, alpargatas de orillo y gorra. Del brazo llevaba el mugriento y ensangrentado aro de alambre donde colgaba los pellejos de conejo.

Antes de ser pellejero -y mucho antes de ser santo- Genaro Blanco hizo de todo. Cuentan que fue mozo de estoques del novillero Palomino en la plaza corralada de la venta de Ramoniche, aprendiz en la barbería que don Primitivo tenía abierta en el barrio de Santa Marina y oficio que abandonó porque la navaja estaba reñida con la garrafa y corría a diario el riesgo de devanar el gaznate a los clientes. Fue baratero en el corro de chapas que se organizaba hoy sí y mañana también en la Era del Moro y muñidor de un político local de apellido Zapico. Ingresos que le daban para pagar las deudas de cantina.

Contaban quienes lo conocieron que era famosa su predilección por el orujo, único líquido que se le vio beber en vida, pero aún más su aversión por el agua. Ni por dentro ni por afuera. Se conoce además a pies juntillas el recorrido diario del pellejero por las calles de León pues, además de fiel a sus mujerzuelas, era hombre de costumbres fijas. Todos los días, de mañana, bajaba del arrabal de Puente Castro donde vivía hasta la Plaza del Grano. Allí, en la llamada calle del Barranco, conocida también como “apalpacoños”, pues en su cuesta se habían instalado toda suerte de lupanares y prostíbulos de poca monta, hacía Genaro su primera parada. Y tomaba la primera copina de orujo en la cantina del tío Perrito. Después, cruzaba la Plaza de Don Gutierre y la de San Martín para reposar su segundo orujo en Casa Esteban. Luego, de la callejuela de la Sal, bien alimentado su espíritu del elixir de los pobres, se dirigía a su trabajo en los barrios de Santa Marina, San Lorenzo y San Esteban. Orujo va, orujo viene hasta el mediodía. A la hora de comer, daba con su maltrecho cuerpo, a esas horas ya pleno de vaivenes, en Casa Frade, donde le ponían en un plato un trozo de pan, queso y una naranja. Todo ello cortado a trozos con una descomunal navaja que le había traído un primo suyo de una de sus visistas a la cárcel de Albacete y regado con orujo peleón. Las mismas viandas que, a modo de ofrenda, el “hermano escalador” coloca cada madrugada del Viernes Santo en lo alto de la muralla romana, en el tercero de los cubos que da nombre a la carretera que hoy es calle.

Después de dormitar la siesta, cabezada va, cabezada viene, vuelta por sus pasos hasta la cantina del tío Perrito para jugar la partida diaria de mus o garrafina. Se ganaba el tabaco con su afición a salpicar la partida de chascarrillos y refranes. Y así, hablando sin parar, el pellejero mareado de tanto orujo lograba marear a los compañeros de mesa y baraja. Ganaba, dicen, casi a diario. Después, de calle en calle, de cantina en cantina, vuelta a su rutina de orujo y pieles hasta que llegada la noche encontraba refugio en otros pellejos más allá de la muralla, donde la ciudad tomaba el nombre de barrio de San Lorenzo y perdía la falsa dignidad, la decencia y la vergüenza.

El 'hermano escalador' trepa por el tercer cubo de la muralla romana para dejar la ofrenda a Genarín: queso, pan, una naranja y, por supuesto, orujo . DANIEL

En la calle Perales tenía Genarín varios lupanares por hogar. Allí estaban los prostíbulos más famosos de León y figones y tabernas de renombre popular. Eras míticos en las correrías nocturnas, permitidas o no, la taberna del Tuerto, la cocina de la tía Casilda, la tasca de “la Maldades”, la cantina del señor Epifanio y, sobre todo, la del “Carabina” y los burdeles de Francisquita y de la “Bailabotes”. Estos tres últimos establecimientos eran sacrosantas capillas para Genarín, aún encarnado en cuerpo de hombre.

En casa de doña Francisquita, Genaro Blanco y varias generaciones de leoneses conocieron su primer amor: el de pago. Francisca era dueña de uno de los dos prostíbulos que había en mitad de la calle, encima de la tasca del “Carabina”. Doña Francisquita y su lupanar eran toda una institución en aquel León de frío y miserias. Tenía fama por la exquisita selección que hacía de sus pupilas, era respetada por su discreción, puntal clave del negocio, y admirada por su honradez, que siempre hubo clases. Dicen que organizaba las mejores fiestas y que en sus habitaciones se daban cita aquellas mozas de la mala vida, haraganes y lo más granado de la alta sociedad leonesa, siempre de tapadillo. Dos de aquellas chicas tuvieron suerte. La Moncha y la Matacorderos abrieron sus propios negocios gracias a que dos ricachones de la ciudad les pusieron casa de queridas.Y ahí fue donde la Moncha y Genarín se quisieron, a su manera, sin papeles, sin posesiones. Que nadie impidió que la Moncha siguiera ejerciendo y que Genaro retozara en el colchón remendado de otra dama de más edad y experiencia, la Anselma.

Tanto ir a la calle del gozo hizo costumbre y manera de vida en Genarín, que acabó siendo una especie de portero de burdeles y experto catador de mercancía fresca, pues se vanagloriaba el pellejero, y así los recogieron sus evangelistas en las coplillas, de haber catado a todas las mozas llegadas a los lupanares del barrio con nombre del santo Lorenzo.

La noche en que murió no estaba solo. Dicen que la Moncha corrió a socorrerlo y le dio, con su compañía, el último aliento. Nadie sabe dónde está enterrado el cuerpo de Genaro pero todo el mundo conoce que su espíritu resucita cada año en la media noche del Viernes Santo.

Poco después de su muerte, los cantadores de su historia recrearon la vida y milagros del pellejero y fueron construyendo, año tras año, el mito. Pérez Herrero, el Porreto, Eulogio “el Gafas” y Luis Rico se convirtieron en los “cuatro evangelistas”. Ellos, junto con sus seguidores, crearon la “Cofradía de Nuestro Padre Genarín”, establecieron el itinerario de la procesión, dieron al santo una identidad y construyeron una parodia de la Pasión de Cristo. Tanto se esforzaron, que hasta idearon para Genaro, a su imagen y semejanza, “los cuatro milagros de Genarín”. El primero que se le ha atribuido fue la redención de la Moncha, que dejó la prostitución y regresó a su Lugo natal. Para Moncha, los evangelistas reservaron además el papel de la Verónica, pues habría cubierto la cara de Genaro en el momento de su muerte con una hoja de periódico (para algunos el “Diario de León”, para otros un ejemplar de “La Mañana”), en donde quedó impreso el rostro del muerto. El segundo milagro tal merece esa denominación, pues la intercesión del santo Genarín logró que la Cultural metiera un gol contra el Hércules. El tercer milagro atribuido es la sanación de un enfermo de riñón que acertó a orinar en el mismo cubo donde murió Genaro. Y el cuarto, el castigo divino -con traspiés, resbalón, caída y rotura de cadera incluida- al ladrón de ofrendas que cada año se llevaba el orujo, queso, pan y naranjas que sus devotos le habían dejado.

La procesión satírica, conocida pero discreta, fue tolerada por el franquismo, que durante décadas hizo la vista gorda. Pero la presión del cronista Lamparilla, que inició una furibunda campaña en la prensa, logró que en 1957 el gobernador civil Remetería arremetiera contra ella y la prohibiera. Dicen que el desencadenante fue que la procesión profana y la religiosa coincidieron en una calle de León y para sorpresa de asistentes y autoridades, había más almas penitentes en la de Genarín.

Pero la memoria no olvidó. En 1978, con el fin del régimen, el Entierro de Genarín resucita. Con más fuerza que nunca. Cincuenta “papones” acudieron aquel año a la procesión, encabezada por Pérez Herrero, el único superviviente de los cuatro evangelistas. La cifra de suplicó al año siguiente y ha ido creciendo en proporción geométrica. Como ocurrió en 1957, los devotos de Genarín son más que los de Los Pasos y la “procesión” del santo pellejero es la más numerosa de la Semana Santa leonesa. Contribuyó a ello la publicación en 1981 del libro de Julio Llamazares “El Entierro de Genarín. Evangelio apócrifo del último heterodoxo español”. Es, además, el único acto “semanasantero” leonés que ha trascendido a nivel internacional, sin más esfuerzo que el boca a boca, aunque no esté en ningún programa oficial. Nada ha podido frenar esta celebración profana e irreverente en la noche más santa.

El Entierro de Genarín

La noche del Jueves Santo, los cofrades se reúnen para celebrar la “Santa Cena” en el Rancho Chico, un mesón de la Plaza de San Martín o Plaza de las Tiendas, en el Barrio Húmedo. Los comensales degustan productos típicos de la tierra, que riegan con orujo, buen humor y versos que glosan la vida de su santo.

Hacia la 1 de la madrugada, enfilan hacia la Plaza del Grano, donde los “braceros” llevan a hombros los pasos de la procesión: la Cuba (en la que van las ofrendas), la Moncha (la prostituta a la que se atribuye el papel de Verónica) y la imagen del Santo Padre Genarín.

Iluminados por antorchas, procesionan por el León que recorría a diario Genaro Blanco. Las paradas son en la calle de la Sal, la Catedral, Cardenal Landázuri y el Arco de la Cárcel. Los sucesores de los cuatro evangelistas leen en cada uno de estos lugares versos satíricos en los que se desgrana la realidad de la vida en León. Después, se invita a los miles de cofrades a brindar con orujo.

En el tercer cubo de la muralla romana, el “hermano escalador” trepará para dejar a Genaro la ofrenda anual: orujo, queso, pan y una naranja, las viandas que comía el santo en vida. Y vuelta al orujo.

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