Diario de León

Los que no se quedan con el toque

Turno de noche

El toque de queda convierte la ciudad en un escenario vacío que toman los repartidores hasta las doce pero que luego queda reservado para las fuerzas de seguridad y los servicios esenciales Los avisos de fiestas en los pisos y la presencia de personas que salen a buscar droga centran la actividad de la Policía durante la madrugada

León

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A las 22.00 de este fin de semana de noviembre de 2020 son las 06.00 horas en el reloj del mismo viernes del año anterior. El toque de queda mete la madrugada en mitad de la noche para descorrer las rastros de vida. Vencido el filo de la norma, se abren al otro lado el abismo de las ocho horas en que ocupan el espacio público apenas un reducido grupo de colectivos: cocineros y repartidores con la caja a cuestas antes de las doce, conductores de autobús de vuelta, barrenderos, gasolineros, farmacéuticos, bomberos, policías... El turno de noche se encarga de velar por el funcionamiento de los servicios esenciales y garantizar el orden. A las seis se levanta la restricción impuesta. Hasta entonces, León entra en modo avión.

A la puerta de urgencias no hay toque de queda. Menos aún a las diez, cuando cambia el turno. En el trajín de los que entran con paso resuelto y los que se van con el peso de la jornada clavado en el espacio delante de sus pies, Gerardo Palacios aguarda con la puerta del ambulancia medicalizada abierta. Entró a las nueve de la mañana y no saldrá hasta 24 horas después. El día ha sido normal: «tres o cuatro sustos en los que se está a la expectativa de si son positivos o no», pero que asume con la profesionalidad de quien entiende que lo que le toca es «trabajar de una manera normal y cuidar los unos de los otros para que esto funcione». «Nos da igual que sea de noche, aunque a partir de las cinco de la madrugada notas el cansancio arrastrado. Pese a que la mayoría de servicios los hacemos a domicilios, sí que vemos que se han reducido las intervenciones en la vía pública. La gente cumple el confinamiento, aunque se notaba más en marzo», concede, antes de que un compañero le avise de que se tienen que ir y aprovechar a cenar algo porque «luego a lo mejor no se puede».

La cola de ambulancias crece. Llegan por la ronda o por el repecho de San Antonio sin necesidad de encender la sirena, ni el rotativo. No hay quien se cruce con ellas. En Santo Domingo, esperan los buses, ya de retirada, como el que conduce Eladio Fernández. Va para La Virgen con dos viajeros y augura que bajará solo. «No hay nadie, aunque el viernes, el último día de los bares, fue la leche», reseña ante el escenario de semáforos que se cierran y abren sin dar paso a vehículo alguno.

Javier Fernández lleva 33 años en turno de noche. FERNANDO OTERO

El vacío presenta en Ramón y Cajal a Javier Fernández con el carro de la limpieza. Lleva 33 años en el turno de noche. Es cuando más a gusto trabaja. «Y ahora más», porfía. «Los viernes eran criminales, pero desde el toque de queda, desde las diez hasta las tres y media que me recojo, no me encuentro ni media docena de personas, aunque la suciedad sea la misma», se queja. Un poco más adelante va el camión de recogida, con Luis Fernando Álvarez y Miguel Ángel García colgados de los estribos en la parte trasera y José Manuel González al volante. «Se trabaja bien, aunque falta personal. No cruzamos a nadie, como mucho a los de Glovo, que andan por ahí a la que cae, como nosotros», apuntan.

El ejército de los repartidores campa a sus anchas. Hay «unos pocos pedidos más, sobre todo antes de las diez», pero el toque de queda no ha disparado por ahora el negocio, confiesa Yukensy Bandes. Aunque, sin mucho más en la calle, a las once de la noche las figuras de los porteadores, con su apéndice de cajas cuadradas a la espalda, se reparte el dominio de la comida para llevar. Suman más de medio centenar: en coche, en moto, en patinete eléctrico, a pie, en bici... «Me voy, que llevo prisa», apremia la joven, mientras consulta el GPS en medio del aguacero, en la soledad de plaza de San Martín. Calle abajo, Víctor Rojas se apunta al pedal. Hace «25 kilómetros al día» para llevar los encargos por «1,5 euros de media cada uno» porque «un 44% se va entre el IVA y lo que se queda la aplicación», revela. Completa «6 ó 7 por noche».

A la comida para llevar se acaba de apuntar Jonatan Pellitero. No le hacía falta antes. En el Obelix, en la calle Cardiles, ganaba «en un día lo que ahora en un mes». «Sin esto no podríamos estar, aunque apenas llevo un pedido de momento esta noche», apunta, con apenas una hora de margen para el cierre de las doce. Antes, no llevaba ni la cuenta de los «muchísmos» que despachaba «hasta las seis o siete de la mañana». Pero no quedan bares abiertos, ni mucho menos clientela en todo el casco histórico. Sólo el repiqueteo de la lluvia que se ceba con el adoquinado del casco histórico. En pleno Húmedo, en la portalada que hace Plegaria antes de perderse en el meandro de Azabachería, María Fernanda Jiménez y Alba de la Puente atienden la cocina en The good street. Han visto cómo «se adelantan un poco» los encargos de quienes «andan agobiados a la carrera antes de la diez». «Pero más o menos estamos haciendo lo mismo que antes del toque de queda», conceden al borde de la medianoche.

Las campanadas de Botines desalojan de golpe a los repartidores de las calles. En la gasolinera de la avenida Madrid, David Fernández se entretiene en «limpiar y hacer mantenimiento de la tienda». «Hasta las seis, cuando se empieza a notar que se levanta el toque de queda, no viene nadie: un par de ellos de vuelta a casa del trabajo, uno como mucho que se lo salta y la Guardia Civil y la Policía», detalla el joven, mientras observa a una patrulla de la Nacional.

Eladio Fernández, en el bus. FERNANDO OTERO

El zeta anda de ronda. Jairo y Luke salen de la estación de servicio y ponen rumbo a la zona norte. Atraviesan por Santa Ana, Reino de León y la carretera de Los Cubos a paso lento, sin cruzarse con otro coche que el que aparca a su lado en un semáforo de Virgen Blanca. Desde la ventana, la conductora exhibe el salvoconducto y explica que viene de trabajar en la cocina del restaurante La Mary. Puede circular.

En Nocedo, las luces azules y rojas del coche patrulla dan foco a un avenida que el cierre de los bares y el apagón de las tiendas ha dejado sin neones, como le pasa a más de media ciudad. En un giro, los distintivos de pronto se apagan y el vehículo avanza en sordina. La noche anterior, en este entorno, sorprendieron a una persona de madrugada que «salía a pillar droga a Las Ventas». No fue el único de la noche. Otro, en el entorno de San Francisco, intentó justificar que «venía de trabajar y en el cacheo se le descubrió marihuana». «Ahora sobre todo lo que hay en la calle es este tipo gente. Tienen el mono, la ansiedad y les da igual que haya toque de queda», describen los agentes.

Esta madrugada no hay presencia alguna, pero de repente, al torcer por Jaime Balmes, una sombra se distingue a la carrera. El coche patrulla acelera, frena en seco y Luke sale detrás. No llega ni siquiera a avanzar diez metros. El alto agarrota al ciudadano delante de la cristalera del Euro Zoco, en la travesía peatonal de Jovellanos. Mientras le identifican y le preguntan por qué se salta el estado de alarma, el chaval intenta justificar que pensaba que, «con la nueva ley de los bares, ya no había».

—¿No ve las informaciones?, le insisten.

—No veo los telediarios ni nada. Yo llego de trabajar, juego unas partidas y me meto en la cama. Ahora venía de aquí al lado, de casa de un colega. Esto que llevo son corn flakes para desayunar, se excusa.

—Pues el desconocimiento de la norma no exime de su cumplimiento. Se le va a imponer una multa, le informan.

Michel García, en la farmacia. FERNANDO OTERO

La escena se repite cerca de la una de la madrugada en La Asunción. Una mujer atraviesa, sin mascarilla, con la única protección de un paraguas, la calzada de Mariano Andrés. Es de Armenia, acierta a explicar, pero no recuerda el nombre de la calle en la que vive, ni el teléfono, ni aclara qué hace en la vía pública. Al final, la acompañan para ver cómo pueden tramitar la multa. «Es lo que hay. Un noche como esta habríamos acudido a alguna pelea en el Húmedo. Ahora, con el toque de queda, los avisos son más en las casas. No sólo por quejas de los vecinos por ruidos, sino por botellones y fiestas, de chavales y de gente de 40 años también. Casos de violencia doméstica también hay, pero fueron más en el confinamiento anterior», detallan. Han desaparecido del parte los accidentes, salvo uno el viernes por la noche: un hostelero que volvía de cerrar se llevó por delante un coche patrulla que estaba estacionado en doble fila con las luces puestas y que, a su vez, golpeó al siguiente. El vehículo del accidentado quedó para siniestro total. La alcoholemia, curiosamente, dio 0,91.

Antes de continuar, surge otro zeta por detrás. «El agua ahuyenta», bromea David. El funcionario confirma que anda «todo tranquilo», aunque avisa de que «cuando corren los gatos es por algo». No han tenido avisos de fiestas en pisos por ahora, aunque saben que las hay. «Entrar en un domicilio es complicado», razona el agente, quien abunda en que salta de ojo que luego «se vea salir grupos de gente a partir de las seis de la mañana». «Lo que estamos viendo además es que los chavales adelantan los botellones, aunque sean en casa. Nos hemos encontrado con borracheras antes de las diez de la noche», informa.

Ni borrachos, ni casi enfermos recurren a la farmacia de guardia de la calle Duerna, en Pinilla. «Desde las diez van dos clientes», se resigna Michel García, a medio despertar, desde el ventanuco que le hace de mostrador. La guardia no da mucho trabajo tampoco a Elvira. La chica del radiotaxi descuelga el teléfono a las 01.38 horas. Con esta «no llegan ni a 20 llamadas», cuando una madrugada de sábado se sumaban «más de 200 a estas horas». «Hay uno en Ramón y Cajal», informa. Uno es Arturo Flórez. «Si tienes cuatro taxis, haces cuatro carreras: algún médico que salga, un maquinista que llegue y poco más, ahora que se han cerrado además los bares. Pero si somos ocho, olvídate», detalla, con la experiencia de «más de 30 años por la noche». A partir de la una y media, cuenta hasta «cuatro horas seguidas sin moverse en la misma parada». «Aquí no toca el turno de noche a nadie. Aquí salimos a pasar la noche porque hay que estar por dar un servicio. Si pasas dentro de tres horas, por aquí estoy», resume. Para entonces el toque de queda habrá declinado.

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