Diario de León

Martín, un tesoro menos

El maestro alfarero Martín Cordero aprendió con catorce años el oficio de su padre; desde 1994 ha sido el alma y el difusor del valor de la tradición en el Alfar Museo de Jiménez de Jamuz

1397124194

1397124194

León

Creado:

Actualizado:

Se nos ha ido Martín. Tenemos un tesoro menos. El torno de la vida de Martín Cordero Peñín, se paró poco antes de que el maestro alfarero cumpliera 77 años. En el Alfar Museo, entre los cacharros que tanto quería, laten su sabiduría y su bondad. Martín Cordero hacía cacharros con alma y moldeaba las palabras tan bien como sobaba y estiraba la arcilla sobre la cabezuela del torno, sobre todo cuando hablaba del alfar y su tradición o de los 104 hornos que llegaron a arrojarse en el pueblo para cocer barrilas leonesas, cántaros, jarras de trampa y jarros de Galicia, ollas de Lalín o de Lugo, botijos, chamorrillos, oll as, lo las para majar la leche ... y así hasta las trescientas piezas que sabía fabricar a la manera antigua, «como le gusta a Doña Concha», decía al referirse a la promotora del museo, Concha Casado. Martín mamó el oficio casa. Se convirtió en la cuarta generación de una saga de alfareros jiminiegos tras aprender el oficio de su padre con catorce años. Siempre recordaba con mucho humor -que de eso también tenía un pozo- que su padre a veces perdía la paciencia y «me llamaba burro, pero llegué a ser buen alfarero». Y no sólo eso: maestro alfarero. Porque Martín sabía que la tradición hay que transmitirla y a eso dedicó gran parte de los casi trece años en los que estuvo al frente del Alfar Museo, que ocupa el mismo solar en el que su abuelo tuvo el taller. Tanto amaba el oficio que uno de sus primeros aprendices fue su propio hijo. Otro puso taller en el pueblo, en un tiempo en que se cerraban más hornos que se abrían. Y no puso reparos, sino todo su esmero, para enseñar a las mujeres en los cursos de verano promovidos por el Ayuntamiento de Santa Elena de Jamuz. Porque, salvo raras excepciones, como Josepha García, artesana censada por el Marqués de Ensenada en el siglo XVIII, el torno fue oficio de hombres. Las mujeres molían el alcohol de hoja para el vidriado y decoraban primorosamente los cacharros con la plumas del ala derecha de las gallinas. Tenía una memoria prodigiosa -los antiguos alfareros usaban «sesenta tejas para cada hornada, para que no le pegase el fuego directo a los cacharros», contaba- y una paciencia infinita, cultivada, seguramente, al calor del horno que tiene que mantenerse encendido durante no menos de once horas para cocer una tanda de cacharros. El horno, decía siempre, «no hay que dejarlo apagar, porque, si no, no haces labor...» Ameno conversador, se daba de maña para lidiar con las sucesivas «hornadas» de chavales y chavalas que, ávidos de curiosidad, se asomaban por encima del torno. Martín era el mago que les daba su bolo de barro y les permitía disfrutar, por unos momentos, del sinuoso movimiento del torno. Era fascinante verle subido a la escalera para controlar el fuego desde la bóveda del horno o manejar la badana, la madera y el alambre con los que afinaba, recortaba curvas y, finalmente, separaba la vasija de la rueda. Como creador, sabía que la vida tiene fin y a veces se rompe, igual que los cacharros. La enfermedad hizo añicos la suya, pero seguro que desde la bóveda del cielo, vigilará que el horno del Alfar Museo no se apague.

tracking