Diario de León

«¡Mujer hay en la hueste!»

La Dama de Arintero | «Si queréis saber quién es este valiente guerrero, quitad las armas y veréis ser la Dama de Arintero», reza uno de los escudos de su casa solariega en recuerdo de la legendaria mujer que se hizo pasar por soldado

DEL LIBRO «MUJERES DE ARMAS TOMAR»

DEL LIBRO «MUJERES DE ARMAS TOMAR»

Publicado por
ISABEL VALCÁRCEL | texto
León

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Por entre las brumas de la historia y la leyenda cabalga un jinete. Viene desde Arintero, un pueblo en la montaña leonesa, para unirse a las huestes de la reina Isabel y de su marido Fernando, futuros Reyes Católicos. Acude a la llamada «al apellido» que los partidarios de Isabel han realizado por la zona. Es una petición de auxilio para la guerra a la que un noble está obligado a acudir por lazos de vasallaje. El caballero sustituye a su padre, ya anciano, el cual le ha entrenado previamente para el combate cuerpo a cuerpo sobre el caballo. El entrenamiento al aire libre ha sido duro, pero ha merecido la pena. Su piel se ha curtido con el sol y el aire de la montaña, sus brazos y piernas se han fortalecido. Al llegar el tiempo de incorporarse a la hueste en el lugar señalado, está a punto para el combate. El Caballero Oliveros, pues éste el nombre con el que se presenta, espera aumentar la fama y el patrimonio del linaje familiar que la actuación en la guerra proporciona. El por qué de la guerra En diciembre de 1474 moría Enrique IV de Castilla. Su hermanastra Isabel, al día siguiente de las exequias fúnebres por el Rey, se hace proclamar reina en la ciudad de Segovia, haciendo valer el testamento de su padre Juan II y según la ley castellana de sucesión: la mujer hereda el reino si no hay varón o si éste muriera sin descendencia. En realidad, Enrique IV sí tiene descendencia, su hija Juana, de trece años de edad. Pero un sector de la poderosa nobleza castellana había logrado que se corriese el rumor de que era hija del valido del Rey, don Beltrán de la Cueva, y de la reina. De ahí que se empezara a apodarla «la Beltraneja». Sin embargo, Isabel prefiere el segundo ardid esgrimido por esa nobleza que quiere controlar el poder real y de los que ella se vale al principio: declarar no válido el matrimonio de Enrique con Juana de Portugal, al haber lazos de consanguinidad entre ambos y no tener la dispensa papal correspondiente. Juana, a estos efectos, sería hija ilegítima y, por tanto, no apta para heredar la Corona. Isabel, de 17 años de edad, acaba de casarse con el príncipe Fernando, rey de Sicilia y heredero de la Corona de Aragón. Cuenta, por tanto, con el apoyo de este reino. Juana y busca apoyo en el rey Alfonso V de Portugal, tío de la pequeña. Antes de morir, su padre la había vuelto a nombrar su heredera, revocando el anterior reconocimiento de su hermanastra Isabel como sucesora suya. El rey portugués decide no sólo apoyar a su sobrina, sino reivindicar el Reino para sí prometiéndose en matrimonio con ella. Una parte de la nobleza castellana la apoya. En mayo de 1475 las tropas portuguesas cruzan la frontera con Castilla por diferentes sitios para reunirse en Plasencia. Son 5.000 jinetes y 10.000 infantes. Al frente marcha el rey Alfonso V de Portugal. Una vez en Plasencia, tienen lugar los esponsales previos a la boda -que no llegaría a celebrarse- entre Alfonso y su sobrina Juana. Al mismo tiempo, se proclama reina de Castilla a Juana y Alfonso reivindica el trono para su prometida y para sí mismo. Dos reinas y un solo reino que heredar: así comenzó la guerra de sucesión castellana. Una guerra civil también que involucraba a otros reinos, ya que Castilla por su posición central interesaba tanto a Aragón y sus aliados como a Portugal y los suyos para determinar la hegemonía de uno u otro en la Península Ibérica. El principal frente de la guerra se da en torno a las muy fortificadas ciudades de Zamora y Toro. Núcleos importantes ambos por su proximidad a Portugal, en caso de retirada. Fernando, en cuyo ejército pelea el Caballero Oliveros, dirige en persona las operaciones de asalto contra Zamora. Isabel acabará instalando su cuartel general en la zona de Valladolid. Los ejércitos mantienen las características medievales, aunque ya se vislumbran cambios en el cercano horizonte. Como todo ejército medieval, ha surgido para un caso concreto y la unión es aparente, pues cada señor dirige su propia hueste y porta su propio estandarte. También los faldones de los caballos, las gualdrapas, luces los diferentes símbolos que diferencian a las diferentes familias y municipios. La vistosidad, el colorido espectacular son el alarde de unos señores frente a otros y de éstos ante las milicias reales, no menos importantes, y las milicias urbanas que también ocupan su puesto, reunidos todos para dirimir quién será la reina de la corona de Castilla. Aunque el frente principal se haya estabilizado en Zamora, por el resto de la Península siguen los enfrentamientos. El importante núcleo de Burgos cae en enero de 1476. En febrero, Zamora también cede al asedio de las tropas castellano-aragonesas, aunque el castillo de la ciudad se mantiene en poder de los partidarios de la reina Juana. Expulsados de Zamora, la reina Juana se refugia en Toro mientras su tío y prometido, Alfonso V, solicita ayuda a su hijo y heredero, el príncipe Juan. Éste acude con tropas de refresco, unos 8.000 infantes y 2.000 caballeros. La batalla de Toro El invierno en la meseta es riguroso. El frío, la lluvia y la nieve convierten en barrizales los caminos, los campamentos e impide los movimientos de la infantería y la caballería. No es tiempo para la guerra, sino más bien para esperar y prepararse hasta que el mal tiempo amaine, en la primavera aún lejana. Sin embargo, hay prisa por acabar, sobre todo por parte de Isabel y Fernando, de adueñarse del estratégico emplazamiento del rival portugués en Toro. A la altura del pueblo de Peleagonzalo se produce el gran enfrentamiento por el trono de Castilla. Ambos ejércitos han optado por una formación similar. Dividido en «batallas» o cuerpos, el del rey Fernando se ha desplegado en tres: él mismo dirige el ala central, integrada por los hombres que forman la Corte de los reyes y el mayordomo real, don Enrique Enríquez, así como los hombres del conde de Lemos, procedentes de Galicia. La «batalla» derecha está integrada por la infantería, al mando de Nicolás de Ovando. Delante de ella, seis filas de jinetes, portando los vistosos estandartes de las casas respectivas. Dirigen este sector el obispo de Ávila, Alonso de Fonseca, Pedro de Guzmán, Pedro de Velasco y Vasco de Vivero, entre otros señores. La «batalla» izquierda está integrada por los más grandes e importantes. Avanzan en tres grupos, el primero mandado por el almirante de Castilla Enríquez, el segundo por el cardenal Mendoza y el tercero por el duque de Alba. En retaguardia de éstos, cabalga el conde de Alba de Aliste, gobernador de Galicia, y don Luis de Osorio, que manda las tropas del marqués de Astorga, menor de edad. Respecto al Caballero Oliveros se ignora realmente en cuál de los sectores se encontraría. Guardando similar formación, se sitúan enfrente las tropas portuguesas y sus aliados castellanos. En el centro, Alfonso con sus nobles, mandados por Ruy Pereira. En el ala izquierda, 800 caballeros a las órdenes del infante don Juan, quien tiene a su cargo también la artillería. El ala derecha la dirige el arzobispo de Toledo, Carrillo, con sus hombres y los de algunos nobles portugueses. Tras horas de encarnizado combate, cuando ya es de noche y resulta imposible distinguirse entre sí, al grito de ¡Castilla! muchos partidarios de la reina Juana consiguen escapar, aunque son muchos también los que mueran ahogados al intentar cruzar las crecidas aguas del río Duero a causa de la gran tormenta que hace tiempo se ha desatado. La oscuridad, la lluvia y el barro obligan a parar la lucha, permitiendo recoger a los heridos y descansar unas horas. El valeroso infante don Juan, el príncipe heredero de la Corona portuguesa, permanece toda la noche al frente de sus hombres, ayudando a los que andan desperdigados y organizándose para un nuevo ataque. Pese al coraje demostrado, los portugueses han perdido la guerra, el sentimiento es generalizado y, aunque consigan en desorden y con numerosas bajas, refugiarse en Toro, sus aliados castellanos son conscientes también de la derrota y no dudan en reconocer como reina a Isabel. Fernando hace llegar a su esposa el siguiente mensaje: Haced cuenta que esta noche Nuestro Señor os ha dado toda Castilla. Efectivamente, los nobles castellanos se van pasando al bando de Isabel -el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo Alfonso Carrillo, el duque de Arévalo¿- y abandonan a Juana a su suerte, que se refugia en Portugal. En conmemoración de la victoria conseguida en la batalla de Toro, los futuros Reyes Católicos mandarán erigir el monasterio de San Juan de los Reyes, en Toledo, uno de los más hermosos edificios góticos de la imperial urbe. Se descubre la identidad del caballero Oliveros Cuenta la leyenda, convertida en romances, que en medio del fragor del combate, al caballero Oliveros, en el esfuerzo por ensartar su lanza contra algún contendiente, se le saltaron los botones del jubón que le oprimía el pecho y sus senos quedaron al aire, causando el obvio estupor de los guerreros. Al ensordecedor estruendo de las armas y los gritos de guerra, pronto se añadió otro grito hasta entonces desconocido: «¡Mujer hay en la hueste!» Pese a lo hermosa que esta «visión» debió resultar entre aquellos hombres enzarzados en tan terrible enfrentamiento, cabe suponer que la realidad fuese más prosaica, aunque no menos chocante. Si bien las armaduras habían evolucionado haciéndose más ligeras y seguras, no menos cierto es que las armas también habían evolucionado para encontrar los huecos por donde alcanzar al caballero. La flecha disparada por la ballesta y la pica más afilada podían hacer blanco con más facilidad y efectividad. Lo más probable es que el caballero Oliveros, como tantos otros, resultase herido por alguna de estas armas y requiriera ayuda médica. Al quitarle la coraza y el jubón para limpiarle la herida quedarían al descubierto sus senos. Es probable también que fuera aquí, en el campamento, por donde corriera entonces el grito de «¡Mujer hay en la hueste!» Al llegar a oídos del rey Fernando, éste, lógicamente, quiso conocer a tan singular personaje. En presencia del rey y de sus hombres del Consejo, el caballero Oliveros revela su identidad. Se llama en realidad Juana y es natural de Arintero, en las montañas de León. El Rey le agradece el gesto y, como corresponde a su valor y participación en la guerra, le hace concesión de varias mercedes que Juana reclama para su villa natal. Entre ellas, la de que todos los naturales de Arintero sean reconocidos hijosdalgos, con los privilegios que dicho reconocimiento implica. De ellos, por supuesto, el más importante es el de no pagar impuestos. Dicha distinción será reconocida incluso cuando se muden a otra población. De tales concesiones se sabe por un documento esgrimido ante Felipe V, ya en el siglo XVII por las autoridades de Arintero para hacer valer su estatus ante el nuevo rey venido de Francia para instaurar la dinastía de los Borbones. Cuando llega al pueblo de La Cándana se detiene a descansar. Unos jóvenes juegan una partida de bolos y ella se incorpora al grupo. Es entonces cuando un grupo de hombres que la ha ido siguiendo le da alcance. Para unos, soldados envidiosos de que una mujer disputase y arrebatase unos privilegios que podrían haber sido suyos y que están dispuestos a hacerse con ellos ahora. Para otros, soldados del Rey, arrepentido de tantas concesiones y deseoso de recuperar aquel pergamino con su real sello. En cualquier caso, la que ya ha empezado a conocerse como la «Dama de Arintero» lucha en desventaja contra sus perseguidores. Muere allí mismo, en La Cándana, en donde hoy pueden contemplarse dos escudos labrados en piedra. Uno, con el apellido Arintero. El otro, García de Arintero. El pueblo de Arintero, a más de 1.300 metros de altitud, resiste el pasar del tiempo, pese a que sus pobladores, hijosdalgos todos, paulatinamente se han ido marchando en busca de mejor fortuna. Hoy, según los datos que se ofrecen al visitante en la página web de la Mancomunidad del Curueño, en invierno sólo dos familias permanecen, y es que el acceso al pueblo sólo puede hacerse a través de una vía de comunicación, la LE-321. Arrasado por el fuego durante la guerra civil de 1936, pocos documentos y tesoros históricos pudieron salvarse. Entre ellos, un pendón, los libros de la Cofradía de Santa Susana, el Misale Romanum de 1765 y las antiguas ordenanzas, desaparecidas en la actualidad. Sin embargo, la supuesta casa solariega de Juana se ha reconstruido, labrándose en su piedra un escudo donde se representa un caballero con armadura sobre un caballo. En él figuran dos leyendas. Una dice: Si queréis saber quién es este valiente guerrero, quitad las armas y veréis ser la Dama de Arintero . La otra, a la izquierda del caballero, reza: Conoced los de Arintero vuestra dama tan hermosa, pues que como caballero fue con su Rey valerosa . El propietario de la misma, Rogelio Fernández Argüello, la heredó de su madre y fiel a su antepasada, recopila toda la información que sobre ella va descubriendo. Todos los fines de semana, si la nieve no lo impide, retorna al hogar y al paisaje de aquel lejano y valeroso familiar. Reminiscencias medievales Desde el siglo XIII aparecen en algunas obras de la literatura española la figura de la mujer que maneja las armas, va a la guerra y se comporta en ella con el valor de un «hombre» en contraposición con la imagen tradicional de la mujer. En esos personajes femeninos literarios que también aparecen en otros lugares del mundo -por ejemplo, la china Fa-Mulan inmortalizada por el cine en versión Walt Disney- la historia es siempre más o menos la misma: un anciano noble que ya no puede acudir a la guerra junto a su señor, tiene para colmo de desgracias varias hijas y ningún hijo varón que le represente. La hija menor se disfraza de caballero, adquiere renombre en el ejército y, como en los cuentos infantiles, acaba casándose con el príncipe. Pero los mitos y los romances populares pueden, en algunos casos, tener un fondo histórico perdido en la noche de los tiempos pero conservado y modificado en la tradición popular oral. La memoria colectiva también ha conservado el recuerdo de la Dama de Arintero en numerosos romances y canciones infantiles. En el caso de la dama leonesa, el trágico final se sale de las coordenadas habituales. En los pueblos de la montaña leonesa, en los años setenta del siglo XX, aún se cantaba este romance que recordaba la gesta de esta mujer leonesa: «No retentarás María, las telas del corazón; de siete hijas que tenías ninguna ha sido varón. ya lo oyera la mediana, ya lo oyera la pequeña, que se está peinando al sol -Calle usté, mi padre, calle no eche no, esa maldición, si tiene usté siete hijas Jesucristo se las dio; Cómpreme armas y caballo que a la guerra me voy yo; cómpreme una chaquetilla de una tela de algodón, para apretar los mis pechos al lado del corazón. -Tienes la color muy blanca, no te vistas de varón. -Al aire, padre, y al frío y a la forteza del sol se cría el color moreno y hace muy bien de varón; en la guerra, padre mío, ¿cómo he de llamarme yo¿? -Oliveros, hija mía, Oliveros, blanca flor¿»

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