Diario de León

CANTO RODADO

Atanasia

Mi abuela materna se llamaba Atanasia. Ni a ella ni a Cesárea, la abuela paterna, las conocí. Me llegaron sus memorias y quebrantos por la oralidad familiar. Atanasia, que significa inmortal, murió en vida..

León

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Hace unos días, en el cementerio de León, me topé, sin buscarlo, con los panteones que conforman el mal llamado monumento a los Caídos por Dios y por la patria. Seis tumbas de granito y una lápida gigantesca que, aparentemente, se erigen en honor a unos soldados desconocidos.

Seguí el camino con intención salir del camposanto. Cuando me di cuenta me había perdido en el cuartel (así se llaman las diferentes parcelas) de San Marcelo. Me había desorientado el desafiante monumento. No me quiero imaginar el soponcio en el valle de los Caídos.

Me decía hace unos meses un estudiante norteamericano que había tenido una apabullante sensación de pequeñez al entrar en el infausto lugar que el dictador levantó con la sangre y el sudor de los presos republicanos, a su vez explotados por las empresas que contrataron la obra y que se lucraron a su costa. También tuvo la sensación, me dijo, de que el megapanteón de Franco, rodeado de una parte de sus muertos, fue concebido para dar ese golpe de efecto.

Me acordé aquel día de mi abuela materna. Se llamaba Atanasia, había nacido en Lordemanos, el último pueblo de León y formó familia en San Miguel del Esla, el primero de Zamora, a dos pasos de casa. Tuvo nueve hijos. Seis mujeres y tres hombres. Los dos hijos mayores fueron soldados en el frente nacional.

Recuerdo oírle a mi tío Luis que le tocó dormir metido entre la nieve en el frente de Teruel. He oído muchas historias de soldados sin nombre que podrían ser la suya. De Valeriano, así se llamaba también su padre, mi abuelo, solo sabía que había caído en el frente. Y que mi abuela había enfermado cuando se enteró de que lo había perdido. Murió en vida.

Nunca recibieron su cuerpo para darle el abrazo final de la tierra. Les enviaron un telegrama y una imagen de la virgen del Pilar. Su nombre figura entre los miles de soldados muertos que trasladaron a Cuelgamuros para mayor gloria del régimen. Nadie en la familia lo sabía. A nadie pidieron permiso.

Franco utilizó a esos soldados para su propia gloria. No cayeron ni por Dios ni por la patria. Murieron por una guerra provocada por un golpe de estado que ahora acaba de legitimar el Tribunal Supremo con los argumentos que ha dado para suspender temporalmente la exhumación del dictador del valle de los Caídos.

Ahora los jueces, en lugar de apoyarse en la historia, escriben la historia. Es tan insólito como que haya partidos autodenominados constitucionales y demócratas que se burlan de las víctimas. O miran para otro lado ante el olvido de las señorías del Supremo.

Cada vez que se abre una fosa no se desentierran unos huesos, sino a una persona. No se abren heridas, se reconstruye la dignidad arrebatada a este país aquel infausto 18 de julio y se construye una democracia limpia. Es hora de que emerjan los relatos tanto tiempo silenciados. Los nombres borrados y también la épica de las gentes que se opusieron al régimen de las formas más insospechadas. La máquina apisonadora de la dictadura hizo creer que el país fue una balsa de aceite, que la gente era indiferente a las sacas que cada noche salían de San Marcos, a los fusilamientos masivos en Puente Castro o los paseos en los camiones de la muerte hacia las cunetas.

El miedo impuesto a fuego y sangre por el régimen fraguó un silencio de hierro y criminalizó a las víctimas incluso dentro de sus familias. Es hora de que su memoria brille con el mimo que el voluntariado de la ARMH limpia los huesos antes de sacarlos de sus tumbas. Como vimos sacar a Genara, la Pasionaria de Omaña, de la tumba del olvido en el cementerio de León. Hoy también he desenterrado el dolor de mi abuela Atanasia, de tantas abuelas, que Franco tapó con el discurso megalómano de la ‘cruzada’. Su memoria, la memoria de las víctimas, debe ser inmortal. Y política de Estado.

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