Diario de León

CECILIO Y GELINES

CHURROS, los DE SANTA ANA

cogieron el testigo de artemio y de hilaria y lo entregaron a sus tres hijos, que ahora son la tercera generación de churreros. cecilio y gelines, ya jubilados, quitaron el frío a medio león

JESÚS F. SALVADORES

JESÚS F. SALVADORES

Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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Atención a la vieja estampa leonesa: madrugada de frío y carámbanos, helada pelona blanqueando las tejas, falispas de nieve y paisanos sin rostro ni gesto, todo bufanda y tabardo. Y en un extremo de la avenida José Aguado, bajo los castaños ateridos, un recogido cobijo, refugio de dulzor y calidez envuelto en denso humo blanco que es señal de su presencia, guía para los presurosos viandantes. Frente al pequeño cubículo se extiende una cada vez más larga hilera de vecinos —vahos frente a los tapabocas— aguardando pacientes su turno delante de la ventanilla.

Y allí dentro permanecieron, por espacio de casi cuatro décadas, Cecilio y Gelines friendo, cortando, azucarando, envolviendo, despachando, llevando encargos a bares y hostales (San Marcos entre ellos), millones de churros calentines entregados a manos anhelantes, churros que caldean el bandullo y el ánima, que combaten la curda y que alegran las cocinas mañaneras con su llegada, sea imprevista o acostumbrada.

Fueron los padres de Cecilio, Hilaria García de Prado y Artemio González Prieto, procedentes de El Burgo Ranero los que, en 1953, dieron inicio a esta saga de churreros célebres en medio León. En un principio, como recuerda Cecilio, el local estaba situado en medio de aquella plaza de Santa Ana asoportalada y ya sólo existente en el recuerdo, aquel rincón rural de madera, adobe y entramados cuyo derrumbe sólo se puede calificar de auténtico crimen urbanístico. Unos años después, a principios de los sesenta, se trasladaron al quiosquillo que en adelante constituiría su segunda casa y la de su hijo Cecilio: «Con 9 años tenía que ayudar, si podía cargar diez kilos de carbón, pues los cargaba», rememora. Porque antes se prendía con cock, se hacían los churros «a pecho», apretando la manga, se avivaba el fuego con un trozo de chapa y se freían en la sartén antes de que las máquinas modernas fueran minimizando sudores y percances (la primera, un quemador de petróleo de mucho tufo y humo negro).

Poco a poco el joven Cecilio fue haciéndose cargo del negocio, primero al lado de sus padres, después junto a su mujer. Y son muchos, muchos recuerdos en este rincón de barrio, toda una vida. «Al principio vivíamos en Mariano Andrés y veníamos los dos subidos en la bicicleta (después llegaría el ‘dos caballos’ gris, todo un lujo para la época), muchas veces salíamos de casa a las cuatro y media de la mañana, fíjate», relata Gelines.

Es decir, que entre 1954 y 1995 —año en el que Cecilio y Gelines se atrevieron a cerrar el mes de agosto—, la churrería prácticamente no cerró nunca, salvo causa de fuerza mayor. Desde la madrugada hasta la una, y los domingos también por la tarde, los crujientes churros de Santa Ana han venido estando a disposición del cazurrín y el foráneo. Incluida Nochevieja, cuando no eran pocos los parroquianos que se dejaban caer por allí.

Rememora el matrimonio sobre todo aquellos años setenta y ochenta, con el mercado de ganados de la zona funcionando a pleno rendimiento y acudiendo los ganaderos comarcanos a desayunarse bajo los castaños.

«Nosotros hemos tenido mucha suerte con la clientela, tenemos muchísimo que agradecerles su paciencia y su fidelidad, estamos en deuda con ellos», admiten ambos. «Amor al oficio» y «llevarse bien» son las máximas de las que han hecho uso para trabajar toda la vida el negocio y trasladarlo con éxito a sus hijos Elena, Alberto y Óscar, la tercera generación de artesanos. La propia Elena advierte que el churrero en un primer momento era su padre, pero «la jefa acabó siendo ella», en referencia al trabajo de Cecilio como electricista, aunque con frecuencia ‘dobló’ y de uno pasó a otro trabajo, en el mismo día, como si tal cosa.

«Una vez —cuenta Cecilio— me enconté por la calle a uno que le fiábamos, le pregunté por el dinero y me respondió: ‘Coño, el que tiene el culo arrendao no puede cagar cuando quiera’. Y otro, en caso parecido, me dijo: ‘Usted seguramente se confunde con mi hermano gemelo’». «¡Me reí tanto que no me importó que no me lo dieran!».

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