Diario de León

essaouira

La capital de los sentidos

A tres horas de marrakech se encuentra un rincón que engancha por su belleza blanca y azul, por sus callejuelas y su decadencia y por su intenso olor a pescado. El espectáculo neorrealista está asegurado

Arriba, imagen tradicional del puerto. Abajo, vista de un monumento en honor de Orson Welles, con su imagen.

Arriba, imagen tradicional del puerto. Abajo, vista de un monumento en honor de Orson Welles, con su imagen.

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León

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Lo vi al fondo. A punto de viajar al Bronx o a Essaouira», escribe César Gavela a propósito de uno mismo. Pues sí, en esta ocasión (me) tocó Essaouira, acaso con su varita mágica, amigo César, porque en el Bronx estuve hace ya muchos años, en torno al 1995, y no he vuelto desde que cayeran las torres gemelas y se derrumbara, en cierto sentido, el Imperio Americano.

En Essaouira, en cambio, he estado en tres ocasiones y recientemente, porque siempre encuentro algún motivo para volver. Esta última vez llevado por la curiosidad de conocer ‘in situ’ Casa Vera, recrearme en la música y rememorar viejos tiempos, con el regusto del zumo de mandarina en los labios y el aroma de pescado a la brasa en los aledaños del puerto.

La antigua Mogador, cuyo número de habitantes es aproximadamente el mismo que Ponferrada, queda a unas tres horas de Marrakech, aunque mejor sería decir a 170 kilómetros de distancia. Espacio antes que tiempo, al menos en este país.

Viajo en un autobús de la CTM (Compañía de transportes marroquíes) desde Marrakech a Essaouira. También existe la posibilidad de coger, en Bâb Doukkala, un taxi colectivo, medio de transporte habitual y asequible en Marruecos. Conviene saber, sin embargo, que compartirás este taxi —un Mercedes de color beige, algo destartalado por lo general—, con otras cinco personas, aparte del chófer.

Escenario de cine

Essaouira o Swira engancha por su belleza blanca y azul, por sus callejuelas y su decadencia y aun por su intenso olor a pescado, donde el espectáculo neorrealista está asegurado: pescadores, vendedores y vendedoras de pescado, cobijados del sol bajo sus paraguas, tipos reconstruyendo barcos, lo que inevitablemente me hace recordar1397645907La terra trema, de Visconti. Decorados naturales, entre ellos la Puerta de la Marina y la Skala del Puerto, que a Orson Welles le sirvieron para filmar algunas secuencias de su Otelo.

Allí se levantan como testigos fieles de la historia cañones con escudos portugueses, holandeses y españoles. Escenario que se revela romántico a los ojos del viajero, quien se queda hipnotizado contemplando el atardecer, con las islas Púrpuras al fondo, mientras los gatos se «acurrucan» y las gaviotas sobrevuelan nuestras cabezas de turistas, viajeros y demás paisanaje, como en una película de Hitchcock.

En la actualidad, Welles goza de una estatua pintarrajeada, sita en un jardincillo —Square  Welles, según figura en los mapas—, que mira hacia la plaza Moulay Hassan, el centro neurálgico de esta tranquila villa.

El sosiego de la ciudad me permite olvidarme del mundo, mientras saboreo ese zumito de mandarina, a veces mezclado con pomelo, cuyo regusto amargo me hace tomar conciencia del paladar. Los sentidos. Qué importantes a la hora de viajar. Y de vivir, en definitiva, con intensidad. Después de tomar el zumo, me acerco a un puesto-restaurante de pescado, donde, tras el regateo de rigor, me brasean calamares, unos camarones, incluso algo de pulpo (curioso sabor asado, sin ningún tipo de aderezo, ni siquiera con su aceite de argán, un auténtico elixir). Hasta las sardinas me saben ricas tomadas con las manos. Ritual que tan bien hacen los marroquíes. Remato los sabores con un té a la menta y un cigarrillo de liar, lo que me procura momentos de felicidad o de éxtasis, acaso místico.

Bueno, de momento no tengo previsto convertirme al islamismo ni devenir en santón, quizá en eremita, eso sí, en sociedad, como ya he apuntado en alguna otra ocasión. 

Mientras rememoro los aromas de mi último viaje al país de las miradas que tocan y acarician, pienso en la botella de aceite de argán que por fortuna logró pasar los controles en el aeropuerto. Huile d’Argane Alimentaire Bio Atlas Tajmil. Riche en vitamine E, en oméga 6 et oméga 3 . Reduce la tasa de colesterol sanguíneo y tiene un efecto anticancerígeno. Esto último también figura en francés en esta botella fetiche, cuyas propiedades resultan cuasi milagrosas, las cuales me siguen re-ligando a Al-Magrib, en concreto a los bosques de Agadir y de Essaouira, que desde finales de los 90 son Reserva de la Biosfera por su valor ecológico, cultural y económico.  

Al parecer, el argán es un árbol exclusivo de estas zonas del Atlas y Antiatlas, aunque también se encuentra en México, según me explica Salima, y se dice que hay algún ejemplar en Andalucía. Qué privilegio. Al final, va a resultar que el argán vive y se da en lugares con los que uno tiene gran conexión. Por tanto, a partir de ahora, que he probado este bálsamo, me declararé devoto del mismo para, llegado el caso, combatir la hipertensión y el colesterol, que de momento no creo tener. 

La vida en esta ciudad, donde en tiempos iban a parar los hippies, fumetas y músicos, se concentra sobre todo en torno a la plaza Moulay Hassan, en el puerto, en el zoco Jedid de la Medina, en el antiguo Mellah o barrio judío (importante la comunidad judía en esta ciudad) y en la Bâb Doukkala, donde se halla la parada oficial (qué cosas digo) de taxis colectivos y autobuses.

En Moulay Hassan se halla el espectacular restaurante Casa Vera, desde cuya terraza se tienen las mejores vistas panorámicas de la ciudad. Lástima que no estuviera Vera por allí para darle la enhorabuena por semejante local, donde por las noches se puede ver un espectáculo de danza del vientre, cena incluida. O bien puedes tomarte un té a la menta y ya. «La propietaria está en España de vacaciones», me dice una de sus trabajadoras... Pues qué pena, porque me hubiera gustado saludarla.

Deambular por sus callejuelas de la Medina me devuelve a otro mundo y a la vez me mantiene intrigado, con la sorpresa a flor de piel, como si de repente me fuera a encontrar con algo insólito, quizá con el espíritu de Hendrix, tal vez con el cuerpo encarnado o reencarnado de Cat Stevens, ahora convertido al islamismo bajo el nombre de Yusuf Islam, al que no reconocería, tras su semblante barbado de muyahidín, aunque hubiera dado algo por verlo y saludarlo.

Pero por más empeño que pongo en el asunto, nadie logra decirme si sigue viviendo en Essaouira o bien permanece sólo algunas temporadas en la ciudad. Como mucho encuentro a un tipo, que se dice bereber —algo poco creíble, a tenor de lo sucedido— que me cuenta algunas cosas, bajo el flipe del kifi, supongo, para luego desmentirlas. «No es cierto nada de lo que te he contado», asegura el capullo con una risa desbocada, incluso me invita a que rompa lo que he escrito bajo su atenta mirada, «porque tú no vas a publicar esto que te estoy diciendo», me puntualiza. En el fondo, el rapaz de marras es un comerciante de alfombras y tapices que tras su apariencia, en principio amable y cautivadora, se queda en un «kifiado» alucinatorio. Es lo que tienen las relaciones humanas.

También el recepcionista del hotel en que me alojo, que en verdad tampoco me inspira demasiada confianza, me dice que Cat Stevens vive durante temporadas en Essaouira, incluso en una aldea próxima llamada Diabat, mientras que el resto del año permanece en Londres. Quién sabe. En todo caso, no llego a visitar esta comuna. Y tampoco logro obtener más información al respecto. Me quedo, no obstante, con el hecho de haberlo intentado, sin demasiado éxito.

Capital musical

La presencia de artistas y músicos como Hendrix (aunque al parecer sólo viajara una vez en su vida a esta fortificación amurallada a orillas del Atlántico), Bob Marley o el propio Yusuf Islam (Cat Stevens), aparte de Leonard Cohen o bien Frank Zappa, entre otros, da una idea de su potencial musical. Músicos, todos ellos, seducidos a buen seguro por los sonidos gnaouas o gnauas (gnawas), cuyos orígenes pueden encontrarse en el África subsahariana, pues éstos son descendientes de antiguos esclavos negros. 

Esta música es uno de los atractivos de esta ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad en el 2001, y cuyo festival de música suele celebrarse a finales de junio. Quienes estén interesados en el tema pueden consultar esta web: www.festival-gnaoua.net/festival_essaouira/pages/index.php

Al parecer, el originario festival ha derivado en estos últimos años en un  Festival de Músicas del Mundo. Algo con lo que los puristas no están de acuerdo. En la calle Derb Laâlouj, donde me alojo, también se encuentra el Museo Sidi Mohammed Ben Abdallah, que cuenta con trajes e instrumentos gnauas, entre otros.

En todo caso, para ver a estos excepcionales músicos brincar y aun re-brincar, que en el fondo son unos chamanes cuyo último fin es lograr el trance, uno puede darse un paseo, una vez más, por la Jemaa-el-Fna de Marrakech, que es Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad. 

Para finalizar este recorrido por esta cultura, no me resisto a señalar la influencia que ha ejercido en grupos como Nass el Ghiwane, y aun en el llamado Living Theatre, que aboga por un teatro experimental, controvertido, anárquico, improvisado, como son los espectáculos o «puestas en escena» de los gnauas.  Originarios de Casablanca, la música de los Nass el Ghiwan también me ayuda a levitar. El cineasta Scorsese incluyó un tema suyo, Ya Sah, en la banda sonora de La última tentación de Cristo, película rodada por cierto en Marruecos. 

La perla del Atlántico, donde el viento sopla con fuerza —lo que procura un excelente escenario a los devotos del surf—, no se agota ni como paraíso para practicar deportes náuticos ni como capital musical, ya que es asimismo una referencia del arte pictórico contemporáneo marroquí, cuyas reminiscencias se hallan en la cultura gnaua. Y prueba de ello son los cuadros que uno puede ver a su paso por las callejuelas de la Medina. 

En temporada de calor, cuando en Marrakech sube el termómetro hasta los cuarenta grados diurnos, Essaouira te «brisea» el cuerpo y broncea el alma en sus playas. La ciudad del viento y las olas, según Salima, resulta estimulante, y ayuda a refrescar las ideas y a poner en cierto orden los recorridos por este país llamado Al-Magrib.

Después de dejar atrás esta ciudad blanca, siento morriña por algún paraíso perdido.

El regreso a Marrakech, como espacio primigenio, lo hago con la empresa Supratours, al lado de una marroquí parca en palabras, con la mirada escondida tras unas gafas de sol. Los turistas prefieren esta compañía frente a la CTM, que me parece mejor. La diferencia, entre una y otra, reside en que Supratours es privada mientras que la CTM es pública. El precio en ambas es el mismo: 70 dirhams (DH), esto es, un regalito para los europeos. Bueno, y la CTM te asegura tu equipaje por un valor de 100 DH, si se te pierde, a cambio del pago de 5 DH de suplemento.

Con el sol a punto de ponerse, llego a la antigua estación de tren de Marrakech. ‘Bonne continuation’, le deseo a la marroquí, que sonríe, ya sin sus gafas negras. Me encamino a la Medina en busca de mi «suite» en el hotel Faouzi donde me espera, qué bueno, la misma habitación. Ceno un tajine de poulet au citron en el Toubkal, que me sabe a gloria bendita, doy una vuelta ceremonial por la Jemaa-el-Fna y regreso al hotel para descansar. El viaje continúa.

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