Diario de León

Un lugar en África

Los pescadores de la misera de Mbour

Frente al Atlántico, en la costa senegalesa, no lejos de Gambia, existe el mercado de peces vivos que todas las tardes acercan en ancestrales cayucos los pescadores artesanales de Mbour. El caos ensalza aquí la vida y la muerte. Es el yin y el yang. Todo imprevisible

MANUEL FÉLIX

MANUEL FÉLIX

Ponferrada

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Es como caer en el agujero negro del tiempo. Aquí, las leyes de la física cuántica te transportan con facilidad a días remotos. Sólo es cuestión de que te lo propongas y lo vivas. En el África negra, todo es posible. Olor a pescado fresco y podrido (intenso, potente, penetrante, implacable), junto con una nube de moscas obesas alteradas vuelan sobre tu cabeza y la muchedumbre del caos humano —caminando a tu alrededor— te taladran los sentidos. Acabo de caer en el mercado y puerto de pescadores de la playa de Mbour, frente al Atlántico, a 80 kilómetros al sur de Dakar, la capital senegalesa.

El sol suelta a esta hora una estela lánguida de despedida, tamizada oblicua sobre la arena, para avisar que el día se acaba. Es el momento. Las barcazas y cascarones de madera, pintados de colores chillones, acercan a los pescadores con su carga a la orilla. Parecen bueyes flotando en el mar. Llevan todo el día faenando en el cayuco y es el momento de vender y cobrar los peces que cayeron en la red, sustento de su vida de miseria. Trabajan como los parias olvidados que describe la Biblia, pero les da igual. Es su mundo, es su vida, es su incierto presente y su misterioso futuro.

Las barcazas artesanales llegan a la orilla del Atlántico con el pescado fresco del día y lo venden sin bajarse del cayuco al mejor postor, que puja con el agua por la cintura. El trasiego hacia la arena de la playa es imparable. MANUEL FÉLIX

Las barcazas artesanales llegan a la orilla del Atlántico con el pescado fresco del día y lo venden sin bajarse del cayuco al mejor postor, que puja con el agua por la cintura. El trasiego hacia la arena de la playa es imparable. MANUEL FÉLIX

Para llegar a este mercado acabo de dejar atrás el oriente senegalés, cerca de Gambia y el delta del río Saloum, en dirección a la capital. Salgo de la aldea de Faoyé. Fred —el chófer y guía— conduce por un camino polvoriento de tierra roja. A la izquierda del vial, una mujer camina lenta con un niño en su regazo. En un instante, como si hubiera perdido la esperanza de alguna reacción de ayuda, levanta la mano sin grandes pretensiones. Detenemos el coche y cuenta que el pequeño está herido. Ninguno de los dos se queja. No hay lamentos, ni lloros. La señora explica que van en dirección al hospital y, como no tiene dinero para pagar una moto-taxi que los acerque, sólo le queda caminar con el pequeño hasta el hospital, situado a varios kilómetros.

Conocedores de la situación, posponemos todo proyecto de ruta programada. La abuela y su nieto herido (con zarpazos profundos en el dedo gordo del pie derecho, que nos enseña) se suben al coche. Cuando llegamos a aquel edificio que hacía de hospital no pude retener las lágrimas. El local era poco menos que una pequeña caseta como las que usan los agricultores de la provincia para guardar unos aperos. Estaba rodeada por una valla de cemento sin pintar y cerrada con una estrecha puerta. Allí quedaron la abuela y el niño, con miradas limpias y seguras, dignos y resignados a su suerte.

MANUEL FÉLIX

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Lo vivido no se me va de la cabeza hasta que poco menos que me despertó el bullicio del mercado de pescadores de Mbour. Dejamos el coche en un recinto amurallado de mercaderes. Fred contrata a otro guía para que nos abra el camino, como salvoconducto, hacia estos espacios de miseria y supervivencia. Sigo de cerca sus pasos. Hicimos una ruta a pie, en linea recta en dirección al mar, sin rodeos ni uso de calles. Fuimos pasando de casa en casa; atravesamos cocinas, salones, corrales y locales de negocios muy precarios. Aquello era el laberinto soñado para el que quisiera perderse de verdad en este mundo. Entrar allí, sin contactos y sin conocimiento, sería misión imposible. Aunque se lo propusiera, ni la policía, ni el Ejército de salvación nacional americano o europeo podrían dar con un fugitivo o alguien secuestrado al que ocultar. Inviable. Las chabolas de miseria se entrelazan unas a otras, como procesionarias de los pinos en dirección a ninguna y a todas partes.

MANUEL FÉLIX

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Por fin, tras unos minutos de caminata hacia lo desconocido y lo imprevisto, con gentes que te gritan ‘toubab, toubab’ (blanco), clavando sus ojos en tu cara, alcancé la luz de un espacio amplio. Era la lonja de pescados, un edificio gris y negro carcomido por la suciedad y el tiempo, en el que se alineaban camiones, mujeres, hombres y niños, con todo un abanico de peces amontonados por el suelo. Era imposible resistirse a no hacer una foto o grabar un vídeo. Pero, al intentarlo, montones de brazos en alto te advertían como lanzas afiladas que no lo hicieras. Gracias a la mediación pública del guía que contrató Fred, llamado Yoro, pude finalmente sacar el teléfono móvil y plasmar el instante en imágenes para no olvidar.

Con el visado sin firma aún vigente del guía Yoro (al que le falta un ojo), abandono las cuatro paredes destartaladas de la bulliciosa lonja y desemboco, por una puerta destartalada, directamente en la arena de la playa de Mbour. El caos sería un diminutivo para describir lo que allí ocurría. En la arena pajiza no hay toallas playeras, ni bronceadores. Está rebozada de porquería, de pescado fresco recién capturado, dispuesto en improvisados tenderetes de venta ambulante. También de montones de peces podridos, que sueltan un hedor nauseabundo, de ultratumba, y que remueven hombres y mujeres, con ropas sucias y usadas, que enseñan letras de marcas de diseñadores de la moda más ‘cool’ europea.

El ajetreo de hombres, mujeres, burros, caballos y niños es tan intenso que apenas eres capaz de moverte unos metros. Tropiezas con porteadores corpulentos, que van enfundados en trajes de agua, con almohadas en la cabeza que amortiguan el peso de la carga de pescado que llevan de un lugar a otro, tras descargar los cayucos con el agua de mar por la cintura. Las mujeres gritan en la negociación por un precio del pez en origen. Los niños juegan al despiste de alguna pieza que se caiga de los cubos por el camino. Los animales de tiro y carga se mueven anárquicos y pueden posar sus pezuñas en cualquier lugar. Esto es el libre albedrío de José Luis Cuerda en su ‘Amanece que no es poco’. Todo puede suceder.

Un hombre cubre su expositor en la lonja de Mbour tras el trabajo del día. Sobre estas líneas, la abuela de Faoyé con el niño herido frente a la puerta del hospital. En la otra página, colorido humano sobre la playa, un pez globo con los cayucos al fondo y el periodista de Diario de León Manuel Félix en Mbour. MANUEL FÉLIX

Un hombre cubre su expositor en la lonja de Mbour tras el trabajo del día. Sobre estas líneas, la abuela de Faoyé con el niño herido frente a la puerta del hospital. En la otra página, colorido humano sobre la playa, un pez globo con los cayucos al fondo y el periodista de Diario de León Manuel Félix en Mbour. MANUEL FÉLIX

Son tantos los estímulos que recibo, que pierdo aturdido la conciencia de peligro por estar en un lugar donde no fui invitado. Algunos te miran con desdén. Soy el único ‘toubab’ (blanco) que la multitud de pescadores, porteadores y vendedores ve en ese momento a cientos de metros a la redonda. Sus ojos los siento clavados sobre mi nuca y mi frente como un avispero de abejas desconcertadas. En un momento dado, un hombre vestido de la cabeza a los pies de verde oliva —como aquellos trajes menos arrugados del cubano Fidel Castro— entra en cólera y bracea con gritos ininteligibles contra la presencia del intruso europeo.

MANUEL FÉLIX

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La cosa se pone algo fea. Hasta el punto de que tanto Fred como Yoro (el otro guía contratado por Fred) se interponen delante de mí como barrera protectora. Al momento, como salidos de la nada, aparecieron otros dos hombres gruesos como armarios (sospecho que iban con Yoro) y me blindaron en seguridad. Bajé la cámara en dirección al suelo y seguí el camino hipnotizado hacia la orilla del mar.

Detrás de tanta cabeza humana, moviéndose como hormigas en un baile caótico de supervivencia diaria, aparecieron majestuosos varios racimos de grandes y gruesos cayucos. Todos bailan sobre las aguas, cargados de pescadores y montones de peces gato, globo, sardinas, meros, besugos, tiburones, bacalao, pescadilla, merluza, dorada y un etcétera.

La negociación de compra y venta con los pescadores es directa sobre las aguas de este océano. Aquí, a sus barcazas, llegan a pie, con la barriga mojada, todos los que quieren pujar en primera linea por las piezas. Ya seleccionado, acordado el precio, los hombres cargan el alimento fresco del mar en cestos y lo llevan hasta la orilla, en donde se da otra reventa y puja. Comienza el incremento de precio para el consumidor y el intermediario, que logra otro puñado de francos senegaleses por su gestión. Son las leyes de la vida, la muerte y la supervivencia.

Las escenas de vida se suceden sobre la arena de esta playa de Mbour. Todo parece una pintura del mejor Miguel Ángel en el diluvio universal para la Capilla Sixtina, o los desarrapados del imponente Caravaggio. Las mujeres lucen vestidos con telas ceñidas de los pies a la cabeza, con colores pictóricos luminosos del mar de Sorolla, o los de la alegría de Renoir. Todo es inspirador. Apabullante. La luz, los colores y los olores de Mbour te marcan. Son profundos, intensos y a la vez suaves, tamizados. Aquí está la miseria y la riqueza, lo rico y lo pobre, lo alto y lo bajo, lo grueso y lo flaco, el color y la oscuridad, el blanco y el negro. Todo puro y a la vez, si lo prefieres, ecléctico con matices.

Olores intensos de pescado seco invaden la playa llena de colorido y absoluto caos

En esa ensoñación sigo cuando recibo otra fuerte bofetada de realidad. Un nuevo olor a muerto te taladra la pituitaria, hasta el punto de que casi soy incapaz de reprimir otra vez la náusea. Una montaña de metro y medio de alto de tiburones alevines se pudre al sol. A su lado, otro montículo de caballas o verdeles añejos en descomposición. Levanto la vista y aquello parece un campo de minas invertido, con montones de pescados ya secos, con sus tripas al sol. Hombres, mujeres y niños remueven entre lo que parece un montón de basura de pescado podrido. Pero, todo tiene su valor y su precio. Lo cargan a paladas en camiones, que luego llevan a fábricas de pienso. Imagino el despliegue de esos aromas profundos por el camino hasta el destino.

MANUEL FÉLIX

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La tarde se echa encima. Es hora de salir de allí. Pero antes es necesario deshacer el recorrido por el laberinto de edificaciones de planta baja por el que transité para volver al coche. Caí en otra lonja, ya cerrada y vacía. Aquello parecía la catedral de la pobreza. Montones de plástico negro sucio, maderos de mostradores carcomidos por el sol y el paso del tiempo. Todo marcado por colores ocres y marrón apagado, delirio de ira de pintores perfeccionistas. Un hombre negro, que sudaba por todos los poros de su piel, trataba de acomodar su espacio, como el que acaba la jornada en un mercado de abastos español y trata de ordenar su expositor para el día siguiente. Levanta la vista, despliega una sonrisa amable y me saluda como si me conociera de toda la vida. Me voy y el hombre amable se despide en segundos, en su dialecto wolof, con un misterioso «¡Buen viaje blanco. Cuéntalo. Que te vaya bien!». Allí quedó el mercado de la miseria, de la vida y la supervivencia. Contado queda.

MANUEL FÉLIX

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El día se cierra rendido sobre una cama de hotel. Por la televisión veo un racimo de cayucos como los de la playa de pescadores de Mbour, que en Gambia ya no usan para pescar. Esas embarcaciones, gruesas o afiladas, son hoy negocio más lucrativo para llevar a inmigrantes desde África hacia la rica y deseada Europa. Los tiempos están cambiando (The times are a changin), que diría en 1964 Bob Dylan en su canción.

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