Diario de León
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antonio papell
León

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Rodríguez Zapatero intentó en 2005 una reforma constitucional que pusiese al día y actualizase los aspectos más anacrónicos de la Carta Magna de 1978. En 2006 se conoció el dictamen del Consejo de Estado sobre aquella reforma, una valiosa opinión que sin embargo corrió el mismo destino que la propuesta originaria: sestear en un cajón por falta de consenso. En septiembre de 2012, Rubalcaba, secretario general del PSOE en la oposición, propuso una reforma constitucional ‘en clave federal’ para salir al paso del proceso soberanista catalán. En 2013, los socialistas presentaron la Declaración de Granada, acordada con el PSC, que seguía apostando por una reforma territorial encaminada a colmar las aspiraciones legítimas de Cataluña en un marco federalizante que se articularía en torno a un Senado ya convertido en «verdadera cámara de representación territorial».

Cualquier tentativa de reforma constitucional debería engarzarse con la cuestión catalana, una vez que el actual proceso soberanista se estrelle en el muro de la inanidad. El Estado de las Autonomías debe reconsiderarse en común para aportar nuevo engrudo a las costuras del Estado. Pero ésta no es la única razón de un cambio profundo, que va siendo cada vez más inaplazable porque las disfuncionalidades que la propia Carta Magna introduce perturban el buen funcionamiento del sistema.

Veamos un ejemplo de estos días: los líderes territoriales que han perdido estas últimas elecciones están siendo enviados por sus respectivos parlamentos al Senado como representantes de su comunidad de origen. Porque la Cámara Alta, que no cumple en absoluto la función para la que fue concebida, ha asumido otras tareas, y entre ellas la de servir de cementerio de elefantes. Evidentemente, la mera información de que se está produciendo este aterrizaje irrita a la gente, desacredita al parlamento, da alas a quienes combaten «el régimen de 78».

Porque la resistencia a reformar la Constitución, lejos de prestigiarla y asentarla, da argumentos a quienes le imputan las deficiencias de nuestro actual modelo de convivencia. Y es que aquel texto acordado con tanta magnanimidad era en buena medida una norma procesal, que instruía sobre cómo construir el estado de las autonomías, sin llegar a definirlo porque el diseño final había de depender del propio desarrollo del texto fundacional. Ahora, la nueva Carta Magna deberá fijar la estructura del nuevo Estado de las Autonomías, incluso el modelo de financiación.

En lo que llevamos de trayecto democrático, ha sido imposible lograr el mínimo consenso que permitiera abordar esta reforma. Quizá el pluripartidismo que se avecina tenga mejor suerte y sea capaz de acometer una modernización que si duda podría conseguir un gran consenso.

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