Diario de León
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La represión de la enseñanza en la Guerra Civil y el Franquismo

La II República puso en marcha uno de los proyectos educativos más importantes de Europa, el de la Institución Libre de Enseñanza, que se truncó con la llegada de la guerra fatricida y el inicio después de la dictadura

JESÚS

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WENCESLAO Á. OBLANCA | texto
León

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Durante y al terminar la Guerra Civil, en León, provincia prolífica en maestros, el régimen franquista persiguió a quienes no consideró adeptos al mismo. La represión y la persecución fueron la actuación de las nuevas autoridades, y siempre por razones ideológicas. Con la llegada de la II República parecía haber sonado «la hora de la enseñanza». En efecto, aquella «República de profesores» puso en marcha todo un programa de reformas que aún hoy sorprende por su envergadura y el tesón que se invirtió en sostenerlas. Como dijo Rodolfo Llopis, «no hay revolución alguna¿ que no haya desembocado en una reforma escolar». El estallido de la Guerra Civil vino a truncar una de las experiencias más ricas de la historia contemporánea española; rica en el doble sentido de, por un lado, permitir el paso a la acción de unos hombres que no se quedaron sólo en un compromiso teórico y, por otro, lograr que la acción del Gobierno en materia de educación y enseñanza consiguiese movilizar e ilusionar a una gran masa de la población. Planes como los desarrollados con las construcciones escolares o las Misiones Pedagógicas llevaron la imagen de una República modernizadora con más éxito y a mayor gente que ninguna otra reforma. León, considera «provincia modelo» por su alto índice de escolaridad, número y dotación de sus escuelas, baja tasa de analfabetismo, etc., también vio bruscamente truncada esta situación con el alzamiento militar del 18 de julio de 1936 (el 20 de julio en León). Ejecuciones y «paseos» segaron la vida de muchos profesionales de la docencia que se habían volcado con ilusión en el empeño modernizador de la República. Con todo, por trágico y triste que resulte el abultado número de muertos, es necesario considerar que, para los fines perseguidos por la represión ideológica, surtió el mismo efecto la cadena de ceses y destituciones primero, y depuraciones después. El largo proceso depurador, jalonado de cargos y descargos, sanciones y revisiones, arbitrariedades e incertidumbres, obligó a una continua sumisión que bloqueó la enseñanza, tendiendo en lo cotidiano a identificar educación con religión, y cultura con propaganda. Durante la II República, ya hubo sectores que se sintieron perjudicados y consideraban, como Herrera Oria, que «el maestro, en estos últimos años, ha sido el instrumento más perturbador y disolvente». No es, pues, de extrañar que cuando diversos poderes oligárquicos se levantaron en armas para acabar con una situación que amenazaba su posición privilegiada, sonasen las mismas palabras. El totalitarismo de los sublevados buscó una coartada para su intervención en ese campo impreciso de la «trágica situación de la Patria», la restauración del «genio y tradición nacional», etc., hasta que el Alzamiento se convirtió en Cruzada. Lejos de los campos de batalla, la represión franquista buscaba anular al enemigo por el terror. Víctimas predilectas de ese terror, los funcionarios de la enseñanza fueron considerados por la nueva legislación como «los principales factores de la trágica situación a que fue llevada nuestra Patria». José María Pemán, uno de los grandes ideólogos de esta primera ola represora, no dudó en escribir: «los individuos que integran esas hordas revolucionarias, cuyos desmanes tanto espanto causan, son sencillamente los hijos espirituales de catedráticos y profesores que, a través de instituciones como la llamada «Libre de Enseñanza», forjaron generaciones incrédulas y anárquicas». Acusados de todos los males, la represión se cebó sobre el cuerpo docente, tal vez el colectivo más indefenso de cuantos se atrevieron a abogar por la justicia social y económica, cuestionando el monopolio clerical de la enseñanza y desempeñando un papel acelerador del progreso y la cultura desde las aulas y con la educación de los niños. En los primeros momentos de descontrol, una confusión consentida y aun propiciada por los sublevados, fueron «paseados» o ejecutados numerosos docentes. En León fueron ejecutados dos Inspectores de Primera Enseñanza: Luis Vega Álvarez («paseado» el 16 de agosto de 1936) y Rafael Álvarez García (fusilado el 18 de agosto de ese año). La esposa de Rafael Álvarez, Francisca Vicente Mangas, igualmente inspectora, no pudo resistir toda aquella situación y enloqueció, falleciendo en Sevilla en 1941. También se dio muerte a Nicostrato Vela Esteban y Fructuoso López Díaz (de la plantilla de la Escuela de Veterinaria), Manuel Santamaría Andrés y Antonio Corral Urtueta (del Instituto de Segunda Enseñanza de León, éste último asesinado en Madrid en agosto de 1936), y Luis Sánchez Gerona y al sacerdote Bernardo Blanco Gaztambide (del Instituto de Segunda Enseñanza «Marcelo Macías» de Astorga). De Bernardo Blanco dice su sobrino Ramón Carnicer: «Mi tío tenía licencia de sacerdote y lo era, en toda la ortodoxia de tal condición; decía misa diariamente en Astorga, por autorización del obispo, el mismo que días antes se la retiró¿ No era en absoluto azañista. Era sencillamente un cura republicano, que leía, en busca de información verídica, El heraldo de Madrid y El Debate». «Lo hecho con mi tío Bernardo fue una ignominia que el paso de medio siglo (la frase está escrita en 1987) no ha conseguido atenuar, dado el gran afecto que nos unía». Entre el Magisterio de Primera Enseñanza fueron «paseados» o fusilados David Escudero Martínez (de la preparatoria de León), Julio Marcos Candanedo (del Grupo Guzmán el Bueno de la capital), Arturo Marcello (de Torrebarrio, maestro en La Majúa), Dulsé Álvarez Álvarez (de La Majúa, «paseado» en San Emiliano), Cayo Otero Jalón (de Moral del Condado), Nicolás Ufano Calvo (de Villamorisca), Gervasio Bartolomé (de La Aldea de la Valdoncina), Rafael Mendaña (Corbón del Sil), Nazario González Varela (maestro en Villamañán), Valentín García Pérez (de Genestosa), Joaquín Vaca Calzada (de Hospital de Órbigo), Isaac Morán (de Villaobispo), Benito Martínez Murciego (de Villamondrín), Felipe Castro Atucha (de San Cipriano del Condado), Senén García (de Láncara de Luna), Ángel Alonso Díez (maestro en Orzonaga), Ricardo Fernández Cabal, etc. Todavía queda por investigar el caso de los maestros leoneses que fueron represaliados en el resto de España, o los que partieron para el exilio. Algunos acompañando a los grupos de los llamados «niños de la guerra» León siempre fue exportadora de maestros, y en los puntos más lejanos podía encontrarse algún representante del magisterio leonés. En este capítulo puede apuntarse el asesinato en los primeros días del Alzamiento de Miguel Tejerina, de Valvavida, inspector de Primera Enseñanza en Ávila. Había sido alumno de la Institución Libre de Enseñanza, y amigo de Claudio Sánchez Albornoz y José Ortega y Gasset. También es el caso de Lugerico Martín Valverde, maestro leonés en Moya (Gran Canaria), fusilado en abril de 1939. Había sido secretario del Partido Comunista canario, y participado en el movimiento guerrillero. Algunos de ellos encontraron la muerte en medio de torturas y otros horrores y, con una vesania inexplicable, otros fueron quemados. El temor y el pánico se adueñaron del resto, y a la figura del maestro o profesor se la dotó de un matiz de sospecha y culpabilidad que les hacía vivir en una continua inseguridad. Inmediatamente, el Gobernador Civil y el Rectorado (en el caso de León fue el Rector de Valladolid, por estar Oviedo, del que dependía, en manos republicanas) dictaron la destitución y sanción de más de 300 profesionales de la enseñanza en la provincia, así como la sustitución y cese de todos los directores de centros. En estos primeros momentos, los alcaldes, párrocos y jefes locales del recién instalado Movimiento, fueron los encargados de impartir y hacer cumplir las consignas nacionalistas. Pronto, para formalizar la depuración, se crearon unas Comisiones con esa específica misión. El 8 de noviembre de 1936 la Comisión Depuradora C fue encargada del seguimiento del personal docente en Institutos, Escuelas Normales, de Comercio, Inspección de Primera Enseñanza, Sección Administrativa, etc.; y la Comisión D tuvo a su cargo la depuración del magisterio primario. Su criterio general fue el confirmar en sus cargos a los considerados adictos sin reservas. Cuando existía alguna duda, a la vista de los informes se proponía la sanción. Si los informes eran negativos, la destitución era inmediata. Lo complejo del asunto era establecer la intencionalidad y alcance de los informes, en esta farsa jurídica. Aunque teóricamente los cargos más sancionados eran los derivados de filiaciones políticas (haber militado en algún partido, pertenecer a asociaciones como «Amigos de la Unión Soviética», ocupar puestos políticos o simplemente leer prensa izquierdista) o concernientes a la moral (cualquier opinión o postura a favor de la coeducación era de una inmoralidad absoluta para los sublevados, amén de las habituales imputaciones de no cumplir con el precepto dominical, etc.), lo cierto es que en la práctica se pueden constatar casos de carreras políticas destacadas durante la República no sancionadas, y, al mismo tiempo, casos de flagrante corrupción e incluso escándalo público (alcoholismo, etc.) sobreseidos o ni siquiera tratados. Con carácter generalizador puede observarse en su particular manera de entender la «justicia» un intento de liquidar cualquier rastro de pasado republicano, entremezclándose con viejas rencillas personales y corporativistas y algunas nuevas aspiraciones arribistas y oportunistas. Esta mezcolanza favoreció el perdón o una breve sanción por influencias, una mayor condena si no se contaba con suficiente aval, y algunas carreras brillantes y espectaculares durante el franquismo. Presidiendo este panorama sancionador, los miembros de la Comisión C se encontraban satisfechos y orgullosos: «Hemos estimado el alto honor que se nos ha dispensado al ser designados para esta empresa patriótica, de depuración moral, y pedimos a Dios que hayamos acertado, y que nuestros desvelos, nuestras pequeñas contrariedades, puedan servir algún día de acicate para más grandes empresas; y que la enseñanza, patrimonio espiritual de todas las generaciones, comience a dar los frutos abundantes de nuestro siglo de oro y etapas de gloria, que siempre fueron envidiadas por las demás naciones». Pero cuando expresaba esto, poniendo a Dios por testigo, dejaba destituida hasta la disolución a toda la plantilla de inspectores (incluida la ultraconservadora Francisca Bohigas Gavilanes, trasladada a Sevilla por diferencias personales con el jefe de la Comandancia de la Guardia Civil), y sancionados en mayor o menor medida al 80 % de los profesionales de los centros de su competencia (un 10 %, apartados definitivamente de la enseñanza, hubieron de abrirse camino en otros campos). Por lo que respecta a la Comisión D, instruyó más de 900 expedientes entre 1937 y 1943, y sólo 189 fueron habilitados para la enseñanza o repuestos en sus cargos. Otro capítulo donde la represión ideológica revistió caracteres obsesivos fue el tratamiento dado a las bibliotecas. Además de la incautación de las bibliotecas escolares que había enviado el Patronato de Misiones Pedagógicas, el resto de las bibliotecas fue convenientemente expurgado. Mención especial merece la «Biblioteca Azcárate», perteneciente a la Fundación «Sierra Pambley», que fue utilizada como señuelo ejemplificador en manos de los nuevos ostentadores del poder. El encargado de su expurgo fue Mariano Domínguez Berrueta, que había pasado de depurado a colaborador en las tareas depuradoras. A modo de conclusión, debe considerarse que este desorden calculado que siguió al estallido del «Alzamiento Nacional», sembrado de «paseos» y ejecuciones que nadie quiso o se atrevió a parar, y la actuación de las Comisiones Depuradoras después, con su carga de expedientes, sanciones, revisiones, etc., desmantelaron totalmente la labor cultural desarrollada por la II República, revocando las reformas emprendidas y eliminando o apartando a los hombres y mujeres que las llevaron a efecto. Muchos de estos se habían volcado personalmente en el empeño, apoyados desde el poder republicano y formados profesionalmente para ello: el inspector Rafael Álvarez García fue pensionado para estudiar escuelas nuevas en Francia, Italia y Suiza; la también inspectora María de los Dolores Ballesteros Usano estuvo becada por la Junta de Ampliación de Estudios, presidida por Menéndez Pidal, para visitar en Francia, Bélgica y Suiza las organizaciones de párvulos y maternales, etc. Otros muchos profesionales, sin embargo, pagaron exclusivamente la entrega vocacional a una tarea en la que veían el medio ideal para modernizar España instruyendo y educando a los españoles. Intelectuales, escritores, maestros, profesores¿ fueron puestos en cuarentena y sometidos al férreo control ideológico de las depuraciones. De él salieron mejor o peor librados, pero con la consigna clara de cumplir el papel doctrinal asignado por el nuevo régimen, si querían sobrevivir. Fueron tratados como culpables, y durante años esa actitud oficial les mantuvo malpagados y desasistidos, obligando a unos a abandonar la profesión para mejorar su nivel de vida y generando en la mayoría un esterilizante complejo de culpabilidad que les marcó corporativamente en lo sucesivo, y alguna de cuyas consecuencias subyacen todavía en ciertos problemas de actualidad.

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