Diario de León

narciso gonzález barreales

«total, si vais a ir al cielo»

sobrevivió a la matanza de el pardo en la que fusilaron a muchos religiosos. evacuado a francia, vivió las miserias de los campos de refugiados y escuchó las arengas de la pasionaria. «salí de españa con el puño en alto y volví con el cara al sol», resume

acacio díaz

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emilio gancedo
León

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No tengáis miedo, ¡si vais a ir derechos al cielo!», les decían al irles sacando de las habitaciones, y a Narciso González Barreales (Villamuñío, 1922) se le quedó grabada en la bien amueblada cabeza ese sardónico, cruel consuelo, que escuchó cuando apenas tenía 14 años y vio la muerte vestida con gorra miliciana y correajes.

Y aunque el próximo 18 de marzo cumplirá los 90, Narciso recuerda punto por punto detalles de su cruda niñez, vivida en medio de las pasiones y las violencias espoleadas por la Guerra Civil. Nació en una familia humilde y labradora y a los 9 años se quedó sin padre. «Vinieron unos frailes de aquellos que iban por los pueblos y nos sacaron a tres de Villamuñío... ¡oye, se conoce que yo valía!», recuerda risueño con su mirada celeste. Tras una breve estancia en el convento leonés de San Francisco lo llevaron a Madrid, a El Pardo, al colegio que tenían allí los Padres Franciscanos Capuchinos, donde permanecería dos años. «El 21 de julio de 1936, no se me olvidará, estábamos comiendo y vino el portero todo apurado diciendo: ‘¡Corred, meted los hábitos debajo de la cama!’, e inmediatamente subieron tres a detener a varios religiosos». Un padre que era también de León los puso de rodillas a todos y comenzó a prepararlos para lo que se avecinaba: «Ego te absolvo...». «Y la verdad, nos meamos todos por las patas para abajo», confiesa.

Vio cómo a uno de los frailes «lo bajaban como a un Cristo, a golpes» y, ya en la calle, entre gritos de «¡hijos de curas!» y «¡no va a quedar raza de la religión!» («pero qué sabíamos nosotros entonces de todo eso, éramos unos niños»), observaron cómo otro se debatía en los estertores de la muerte. «Una cosa es contarlo y otra diferente vivirlo», avisa nuestro paisano.

A todos los alumnos los apelotonaron en el orfanato de El Pardo, donde estuvieron, muertos de miedo, dos meses, y hasta allí se acercaron, en varias ocasiones, «a buscar frailes». «El que llevaba aquello les decía ‘aquí no hay, son todo niños del orfanato’, para protegerlos, claro», explica. «Después nos metieron en unos camiones del ejército y pasamos por Madrid. En Aranjuez vimos a mujeres y gente de edad cavando trincheras». En la estación del Niño Jesús, esperando el tren para Valencia, comprobaron cómo se acercaban «tres aparatos de Franco» y empezaban a descargar bombas sobre los barrios, destruyendo casas tal que si fueran de papel, «¡y menos mal que no cayeron sobre el hospital o la misma estación!», agradece.

Por fin, el tren tomó el rumbo de Valencia («con el hambre que teníamos, paramos junto a unos que estaban vendimiando naranjas, y nos dieron unos cestos de ellas... qué ricas me supieron»), y de allí a Barcelona. Congregado junto a muchos otros jóvenes, brigadistas y soldados, escuchó las arengas de la Pasionaria («haced todo lo posible en contra de Franco, no le ayudéis en nada, y no tengáis miedo, que no os olvidaremos»). «¡Vaya mujer! Tengo entendido que una vez hizo llorar a Churchill, que iba todo el día con el puro y era ministro inglés, por no dar armamento a la República».

Tras la frontera le esperaban un albergue infestado de piojos («solo había que miseria») y después, en Grenoble, un centro de distribución que lo colocó con una familia española que tenía un hijo que había marchado a luchar con las brigadas internacionales. Estudió en la escuela, aprendió francés y cuidó vacas en una aldea cercana, pero la Guerra Mundial ya estaba encima («se veía tropa por todos lados») y las autoridades los devolvieron a España. «En Barcelona me habían dado un anillo con la hoz y el martillo, muy guapo, y cuando entramos nos dijeron que lo tiráramos». «Ya ves, salí por la Junquera con el puño en alto y volví por Irún haciendo el saludo romano». Narcciso regresó al pueblo para dedicarse al campo —también trabajó en Renfe— y, aunque casó, no tuvo hijos. Así, entre laborar con la pareja de vacas y la caza con galgo fue pasando la vida. Y no pierde el humor. Eso nunca. «A veces me preguntan: ‘¿Por qué no te quedaste de fraile?’. Y yo respondo: «Porque rezaba muy rápido. Cuando los demás estaban en ‘Dios te Salve María’, yo estaba ‘entre todas las mujeres’».

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