Diario de León

Antoñanes, el pueblo de ‘los purísimos’ y de Esther de Paz

Infancia feliz en la dura posguerra. Casi 505 kilómetros separan Antoñanes del Páramo, en León, de Tomelloso, en Ciudad Real. Esther de Paz los mantiene unidos en su memoria prodigiosa que ha volcado en un libro, igual que el pueblo recuerda a su padre, Manuel de Paz, que da nombre a su calle principal.

Descansando después del baile. ARCHIVO ESTHER DE PAZ

Descansando después del baile. ARCHIVO ESTHER DE PAZ

León

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Cuando Antoñanes del Páramo es recordado como «el pueblo de los purísimos», por lo bien educadas que salían las gentes de esta tierra, la respuesta vecinal es contundente: «Eso se lo debemos a don Manuel, el mejor maestro que ha tenido este pueblo».

La anécdota la rescata Esther de Paz, la primógenita del popular y querido maestro, en el libro Antoñanes, mi pueblo. Aquella infancia feliz (editorial Bambalinas) que acaba de salir a la luz después de años guardado en el cajón. Maestra, como su padre y su madre, ha volcado en sus páginas los felices años de la infancia pese a la posguerra.

Su padre, natural de San Pedro de Pegas, había llegado a Antoñanes del Páramo en 1934, con la plaza definitiva después de pasar su primer curso como interino en Caboalles de Arriba. Su madre, Rafaela Martínez, oriunda de Carrizo, tomó la plaza de Mansilla del Páramo, a donde iba en bicicleta a dar clase, porque la escuela de Antoñanes era mixta y solo daba para un maestro. Ya tenía experiencia en las escuelasde Tolibia, La Omañuela y en Burgos, en el pueblo de Redondo.

En 1935, la feliz pareja contrae matrimonio y el 20 de noviembre de 1937 nace Esther de Paz, bautizada como Rogelia Esther en honor a una tía cuyo cabo de año se celebraba el día que la bautizaron. «En aquella época se bautizaba a los ocho días de nacer, pero a mí me bautizaron con solo dos días porque habían llamado a mi padre a filas y no quería irse sin bautizarme. No sabía si me volvería a ver», comenta por teléfono Esther de Paz.

Las querencias
«Me siento de Tomelloso, pero cuando vuelvo a León y veo la Pulchra Leonina...»

Su madre le contaba que cuando Manuel de Paz regresó del frente, meses después de finalizar la Guerra Civil, la cría, con tan solo dos años decía: «Mamá, que se vaya este hombre, que yo no lo quiero». «Me parecía tanto a él» que se había convertido en el centro de la casa como un recuerdo permanente del soldado ausente.

Los recuerdos prestados de su madre, como la boda de los padres de Ángela Franco, la experta en arte a quien un día reconoció en la tele mientras explicaba algo sobre patrimonio en Toledo, se suman a los propios como la canción Mi piconero con el picón que le cantaban las niñas del pueblo cuando cogió una llorera por no querer abandonar los brazos de su madre y que aún canta de memoria.

A Esther le borraron el nombre de Rogelia, aquella tía que se casó in extremis mortis con el soldado que llegó herido de la guerra de Cuba, pero su memoria atesora escenas inolvidables de su infancia en Antoñanes del Páramo, cuando el regadío era un sueño que parecía inalcanzable y cuando el hambre llamaba a las puertas sin piedad.

«Cuento hasta cómo hacían un pozo y cómo descubrí lo que era el cigoñal, aquel palo que subía y bajaba que yo veía moverse cuando entraba el señor Genaro a la huerta. Se regaba con un cigoñal y a cubos de agua...», relata. Así como el episodio en el que recuerda acompañar a una niña del pueblo cuando iba a pedir por las casas porque su padre había muerto de pulmonía y en casa no había pan para los ocho hijos que dejó, que apenas podían desayunar una cucharada de azúcar. «Me quedaba en la esquina, me daba apuro por ella, para que no se avergonzara», reseña como ejemplo de los duros años de la posguerra en un pueblo de interior.

Esther de Paz tenía el libro escrito y guardado en un cajón cuando empezó a acordarse de las calles y casa por casa salían a su encuentro los rostros de los vecinos que las habitaban en aquella época. Para aquilatar sus recuerdos tiró de la memoria de otros y se puso a llamar a los que aún quedaban en el pueblo de aquella época. «Eran 350 vecinos y a mí me salieron 352», subraya. Todos le animaban a escribir mientras le contaban anécdotas: «Ay, boba, lo que poco que sé me lo enseñó don Manuel», le decían.

Los juegos, las travesuras y las fiestas figuran entre los recuerdos memorables y reconstruyen la vida de una época en la que la diversión se cruzaba con la miseria y apareció el estraperlo como tabla de salvación. Del origen de esta curiosa palabra que para la juventud de hoy puede que ya no tenga significado, da cuenta Esther de Paz en su libro. En España se popularizó con el comercio ilegal ante las requisas del régimen franquista, pero cuyo origen es un juego de azar cuyos inventores se llamaban Stra(us) y Perlo.

«Jugábamos a la comba y al truque (castro o rayuela en otros sitios) y en la iglesia nos colocaban por separado a niños y niñas. Juntarse era pecado», relata. Los niños se sentaban en las escaleras del altar y recuerda que un día uno se durmió y cayó redondo por los escalones. En mitad del silencio del rezo, un hombre exclamó: «¡¡A...diooosss!!».

Memorables eran las subidas al campanario, desde el que temerariamente se asomaban mientras el señor Máximo, les amenazaba sacando el cinto como amenaza... «Pero nunca nos pegó», aclara la maestra de la memoria prodigiosa. El señor Máximo era el padre de Serafina, la mujer más longeva de Antoñanes del Páramo, que alcanza ya los 96 años.

A los diez años de edad, terminó la vida de Esther de Paz en Antoñanes del Páramo. Su padre pidió como destino un pueblo de la Mancha, Tomelloso, tierra de don Quijote y del gran pintor Antonio López. Había visto aquellos pueblos grandes durante su etapa en la guerra y pensó que habría instituto para su hija, pero «se gastó los 39 puntos que tenía y yo tuve que hacer el bachillerato por libre». Sus hermanas nacieron allí, 14 y 17 años después que ella en Antoñanes y también se hicieron maestras.

«Mi madre tenía muy buena memoria y se ve que yo la heredé», comenta. Ella misma se asombra de haber escrito dos libros con los recuerdos de la infancia, porque desde que en 1992, cuando la Expo agitaba Sevilla, se puso a recopilar hechos y anécdotas, hasta 1998, escribió dos libros, otro dedicado a sus veranos en Carrizo y en la capital leonesa. En Sevilla se jubiló y luego volvió a la Mancha. «Me siento de Tomelloso, pero cuando vuelvo a León y veo la Pulchra Leonina...».

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