Diario de León

En San Andrés del Rabanedo tenemos memoria

Publicado por
Luis Artigue. escritor
León

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«Nada queremos que borre el tiempo en nuestros corazones»… Sí, en San Andrés del Rabanedo tenemos memoria. De hecho así nos lo han enseñado los mejores de los nuestros. Como por ejemplo el poeta Eugenio de Nora, que, en su casa de San Andrés del Rabanedo, escribió buena parte de su obra poética que incluye ese verso de su libro Pueblo Cautivo que dice: «nada podemos olvidar; nada queremos/ que borre el tiempo en nuestros corazones»...

Hemos vivido una pandemia dura que se ha llevado por delante a algunos de los nuestros a los cuales lloramos con nuestras mejores lágrimas. Pero, asimismo, en medio de esa batalla sanitaria, ha habido en nuestra sociedad héroes luchando por todos con un compromiso y una entrega muy por encima de su sueldo, y, desde luego, no los queremos olvidar. Nada queremos que borre el tiempo en nuestros corazones. Sanitarios, fuerzas del orden, mandatarios, la sociedad civil en general, todos en sinfonía heroica, que diría Beethoven, sonando al unísono.

Y en este sentido hay que decir que todos tenemos uno. Me refiero a que es parte de mi alma un amigo que se está enfrentando, desnudo pero armado, al severo trance del coronavirus… Y un amigo que se tambalea es la vida que se tambalea. Alguien que quiere vivir somos todos queriendo vivir. Una palabra de aliento le puede servir. Un «sigo aquí aunque llueva» le puede servir. Hay hombros que sujetan como cimientos. Hay afectos que unen como puentes. Hay calvarios compartidos… ¡Todos tenemos uno!

Ahora que la gente se pone retos que sólo conducen al éxito, acaso sea esto, la enfermedad grave, el ¡reto! con mayúsculas. Acaso se trate de la gran prueba de fuego, la oportunidad que te da la vida para demostrarte a ti mismo quién eres, de qué eres capaz, en qué crees realmente y de qué clase de personas estás rodeado... ¡La ocasión de ver mejor que nunca que hay héroes en nuestra sociedad; gente que se entrega muy por encima de su sueldo y de sus fuerzas; que hay ángeles entre nosotros!

Llega a veces el deterioro físico a recordarnos que somos mortales, frágiles, simples hojas que el viento agita y arranca de los árboles. Pero, como escribió Nietzsche en Así habló Zaratustra , lo que no mata hace más fuerte. Y como escribió Albert Camus en La Peste «la única manera de combatir una plaga es la decencia». Sí, existe el envés de las heridas: las cicatrices. Eso, la enfermedad, ese concurso-oposición, ama y mata como una mantis religiosa. La enfermedad duele y forja como la voz de Dulce Pontes. ¡Las grandes adversidades son lo bueno de la vida cuando existe la palabra después!

No hay espejo más nítido que la enfermedad, pues en ella se ve reflejada y proyectada la verdadera imagen de uno mismo; la capacidad real. Y por eso conviene pensar que ese episodio crucial, como un buen poema, puede ser el aviso que nos reconduzca la existencia. Lo escribió César Vallejo: «Hay golpes en la vida tan duros/ yo no sé…».

¡La enfermedad; ese manantial! De ella han surgido libros memorables, cuadros, sinfonías, guerras y hasta alguna religión. Se trata del momento en que la vida se queja y se retuerce, cuando el reloj biológico atrasa, y entonces podemos atascarnos… ¡Pero es mucho mejor luchar! ¡Luchar con uñas y con dientes! He ahí una hermosa revolución utópica. Y hay que luchar y desgañitarse racialmente, selváticamente, con la fuerza de nuestros antepasados cavernícolas; con la inercia visceral de nuestros predecesores guerreros y conquistadores… Y, también, con el amor y la entrega de aquellos que nos rodean (un amor y una entrega que a veces brota de donde menos uno se lo espera).

Hay quien llega a la cúspide y se convierte en célebre y en opulento inconfeso. Pero hay quien sigue ahí tras el huracán, quien a la enfermedad la rebasa por el arcén, quien la sabe un episodio superable e inolvidable igual que un gran amor.

A ese individuo que lo consigue; quien ha vuelto de la noche portando en los ojos la luz de las estrellas; quien cayó y se levantó, no porque lo levantaran, sino porque casi se resucitó a sí mismo, ése, digo, sí que es digno de gloria, fama, admiración y reconocimiento. ¡Traigan una corona de laurel!

Tengo un amigo al borde del abismo de la enfermedad crucial, y, aunque intubado y al borde, me resisto a pensar que eso sea tan mala noticia. Acaso no. Acaso la enfermedad se parezca a un dictador habanero al que, más que tenerle miedo, conviene tenerle en cuenta. Y seguir a lo nuestro. Y alineados con los nuestros.

Cuando alguien llega a este punto extremo de la fragilidad, lo fácil es asustarse y desanimarse, pero lo grandioso radica en enfrentarse con coraje y sin excusas sabiendo que a algunos nuestra presencia les hace mucha falta… ¡Queridísimo amigo: échale cojones!

PD: mi amigo Juan Carlos Mestre ahora es como uno de esos soldados que estuvieron en la batalla, pero volvieron a casa. Y volvió por el coraje y la responsabilidad de la gente valiente, responsable y generosa que dio lo mejor de sí mismo durante el tiempo de esta peste.

En verdad lo mejor de esta dura pandemia fue ser testigo del heroísmo de la gente; ser testigo del amor en los tiempos del coronavirus.

Por eso, ahora, los sobrevivientes somos memoria y gratitud.

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