Diario de León

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León

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Aveces un no niega». Este verso titula y da comienzo a un hermoso poema, certero como un dardo y compasivo a un tiempo, de Pedro Salinas, intérprete del alma humana cuando ama y sufre (que no sé si viene a ser lo mismo o no).

«A veces un no niega/ más de lo que quería, se hace múltiple./ Se dice: ‘no, no iré’/ y se destejen infinitas tramas/ tejidas por los síes lentamente, se niegan/ las promesas que no nos hizo nadie sino nosotros mismos, al oído».

A veces un no niega, dice el poeta y habla de un no solo, solamente un no y de toda la capacidad negativa que un solo no encierra. De un plumazo desteje infinitas tramas que urdieron los síes con paciencia, lentamente. Qué decir entonces de 533 expresiones evasivas. Qué ánimo es capaz de albergar en su interior toda esa potencia deletérea, más destructiva incluso que una bomba de neutrones. Quién sería capaz de soportar tal cúmulo de negaciones, sin duda mortal para cualquier sensibilidad verdaderamente humana.

«Cada minuto breve rehusado/ —¿eran quince, eran treinta?—/ se dilata en sinfines, se hace siglos,/ y un «no, esta noche no»/ puede negar la eternidad de noches,/ la pura eternidad».

La Infanta Cristina respondió a las 400 preguntas que le formuló el Juez Castro con 533 expresiones evasivas que se desgranan, como bombas de racimo, en 182 «no lo sé», 55 «no lo recuerdo» y «52» lo desconozco» —según se deduce de la transcripción literal de su interrogatorio— y que se completan con otras cuantos «no me consta», «no me resulta familiar», «no me suena», «no conozco el mecanismo». El paroxismo de tanta ansia por negar se alcanzó cuando a una misma pregunta respondió, para que no quedará duda alguna de la nada inmensa, con esta trinidad de ignorante oscuridad: «No tengo conocimiento, no recuerdo, no me consta»

¿No querías caldo? Toma tres tazas.

«Qué difícil saber a dónde hiere/ un no! Inocentemente/ sale de labios puros un no puro;/ sin mancha ni querencia/ de herir, va por el aire./ Pero el aire está lleno/ de esperanzas en vuelo, las encuentra/ y las traspasa por las alas tiernas/ su inmensa fuerza ciega, sin querer,/ y las deja sin vida y va a clavarse/ en ese techo azul que nos pintamos/ y abre una grieta allí».

No logro imaginar cómo quedará una lengua de agrietada, cuán negros quedarán los labios, que sucia el alma para siempre ya, después de pronunciar tanto no sin inmutarse, sin que el pulso le tiemble, disparando incluso antes de que den la orden contra la víctima propiciatoria, la misma de siempre: la verdad. Sólo ella se basta como entero pelotón de fusilamiento. Y allí mismo, en el tribunal, la verdad fue ajusticiada, por la hija de un rey, para satisfacción de cortesanos y abogados defensores que sonríen y se frotan las manos como fariseos.

«O allí rebota/ y su herir acerado/ vuelve camino atrás y le desgarra/ el pecho al mismo pecho que lo dijo».

El artículo 36 de la Constitución nos dice que en materia penal nadie está obligado a declarar contra sí mismo. Pero, repetidas sentencias insisten en que el imputado no tiene derecho a mentir: «No es posible deducir, de la disposición 36, ni siquiera en materia penal, un derecho fundamental del imputado a mentir en el proceso.  Por el contrario, tal y como se ha venido indicando, el alcance de la garantía en cuestión  se circunscribe al derecho de no declarar, de no ser obligado a ello, y al de no confesarse culpable»

Mil y otras mil veces más hubiera sido mejor que la Infanta se negara a declarar, antes que esta orgía descarada de la negación, de este selectivo alzheimer, de este carnaval de la ignorancia.

Leo en un periódico nacional que la declaración de la infanta deja sin argumentos al juez. Pocos titulares recuerdo más asquerosos que este. Pero incluso, le asiste algo de razón, pues para mantener cualquier tipo de comunicación argumental, es decir, racional, es exigible como condición sine qua non el concurso de la inteligencia y la honestidad de la sinceridad. Con una persona privada de razón y mentirosa es inútil y además no es posible argumentar. Cualquier argumento caerá irremediablemente en el vacio viscoso de agujero negro de la vil mentira, de la inmensa estafa, de la gran mascarada. De la declaración de la Infanta sólo podemos colegir que o bien es perfectamente idiota o bien es una completa mentirosa. No hay otras opciones.

Mejor habernos ahorrado este bochorno, mejor haber callado o, mejor también, seguir el consejo de los versos que concluyen el poema, porque ya por ignorancia, ya por mendacidad, está claro que concurre el agravante de pretender tomarnos el pelo con la impunidad de tenernos por gilipollas.

«Un no da miedo. Hay que dejarlo siempre/ al borde de los labios y dudarlo./ O decirlo tan suavemente/ que le llegue/ al que no lo esperaba/ con un sonar de «sí»,/ aunque no dijo sí quien/ lo decía».

Ya me está doliendo el sacrilegio de haber mezclado este poema con esta pantomima y lo peor es que yo no tengo marido a quien cargar con la culpa. Salud.

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