Diario de León

Ángeles sin fronteras, ¡volad!

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Se apiñan en la frontera como angelitos temerosos e indefensos, pero expectantes y soñadores que, a pesar de sus pocos años, están aprendiendo a volar. Son miles, como las golondrinas que, al llegar el otoño, cuando empieza a escasear la comida y el frío las aterece, se juntan en el sur, esperando que un barco velero les ayude a cruzar el Estrecho en busca de calor, hospedaje y comida. ¿Qué corazón no sentiría lástima, si navegantes ingratos las abandonaran a su suerte o las cazaran para devolverlas a las inseguridades pasadas, a las inclemencias del tiempo, la carencia de aleros y la mosquera vacía?

Apostaría que muchos de estos angelitos solitarios, hoy reunidos para franquear la barrera hacia la libertad, tienen padres que saben de ellos, como saben el águila real, el torogoz salvadoreño, la guacamaya roja hondureña o el propio quetzal guatemalteco, dónde están sus polluelos que, dejando el ya incómodo, sucio, inseguro nido, se han lanzado a los caprichosos vientos, practicando el duro y arriesgado aprendizaje de la libertad…

Diez años viví en Centroamérica, y siempre en contacto con el mundo rural, en el que al humilde y creyente campesino no le suele mover la avaricia, sino el crónico y duro azote de la hambruna que desmaya, el hambre de comer maíz, frijoles y, para días de fiesta —«primero Dios», dicen ellos—, tamalitos de arroz. Y cuando ya no queda nada, echan el morral al hombro —su único tesoro—, calzan sus toscas y desgastadas abarcas, cuyas tiras de cuero hieren y desangran los pies; se ajustan corvo y sombrero y, decididos, van en busca de la libertad, como a lo largo de la historia han hecho los pueblos todos que han buscado asentamientos más dignos de los que tenían, para poder sobrevivir.

Estados Unidos no puede abandonar a estos niños de ojos soñadores, pero somnolientos, en busca de trabajo y futuro, ya agotados de caminar

Así han sido los millones que, casi con lo puesto, han venido de Europa a este país: ingleses, alemanes, italianos, irlandeses, o de los continentes africano y asiático, y esta tierra los ha acogido a todos, aun a riesgo de, con algunos de ellos, haberse equivocado al darles patria y hogar. Los niños de la frontera sumarán en pocos años miles de brazos de obra barata para encumbrar a este país: construyendo edificios, parcheando carreteras, cocinando y sirviendo comidas, limpiando platos y casas, oficinas, hospitales, recogiendo fruta, cuidando parques y jardines. Estados Unidos no puede abandonar a estos niños de ojos soñadores, pero somnolientos, en busca de trabajo y futuro, ya agotados de caminar.

«Los niños de maíz» vienen de un mundo muy simple: son pobres de solemnidad, desheredados por siglos, pero que nadie vaya a pensar que sus padres serían capaces de olvidarse de ellos, de abandonarlos a su mala suerte. Ellos descienden de raíces profundas, nobles y hospitalarias, mayas, aztecas y pipiles, listos a compartir, aun con el extraño, casita, frijoles y amistad. Los angelitos de la frontera solo quieren llegar a una tierra, sin muros que los detenga, sin alambres para apresarlos, ni patrullas para perseguirlos, ni cárceles para encerrarlos, ni aviones para deportarlos y devolverlos al lugar donde ya no hay tierra, ni casa, ni sueños, porque ellos, ya están y son de aquí, y quien diga lo contrario, la historia futura, severamente, lo corregirá.

En la frontera de los ángeles retenidos, hay revuelos y saltitos de novicios soñadores que están aprendiendo a volar. Cortarles las alas, hoy sería un delito de lesa majestad, un auténtico crimen contra la humanidad. Con sus padres se cebó la codicia de los poderosos, malos años de cosechas, el olvido de gobiernos que nunca gobernaron para ellos. Después vino la persecución, la hambruna, la tortura, la guerra. Los niños de la frontera, angelitos de alas frágiles, marcados por un destino adverso, quieren aprender a volar, a trabajar honradamente, por un hogar, una mesa fraterna y un grito de libertad.

A ellos les ha tocado la misma mala suerte que a los hombres de España o Irlanda, les tocó. El hermano mayor heredaba la tierra, el segundo se iba al ejército, el tercero a servir a la Iglesia. ¿Y el resto? Con lo puesto y, al Musel (Gijón), para embarcarse para la Argentina, Cuba, México, cualquier otro país de Latinoamérica siempre listo a recibirlos. Hoy, el caso de los nativos de Centroamérica es peor, porque aquí ya no les queda nada que heredar: De tanto sembrar y repartir la diminuta parcela, la tierra se ha quedado agotada y reducida a un vago y triste recuerdo, hipotecado para pagar al coyote que, tras vueltas, revueltas y engaños, nunca aterrizó con sus padres en suelo norteamericano.

Me dolería en el alma que las buenas intenciones de los nuevos gobernantes volvieran a quedarse en buenas palabras, pero sin obras. Estos niños necesitan una pronta solución a sus problemas; no pueden caer en manos de la mafia, la corrupción, la desesperación y el fracaso. El paraíso perdido que los angelitos sueñan y buscan, tiene nombre propio y deberes y obligaciones para con ellos, porque fueron compañías multinacionales, azucareras, bananeras, algodoneras, mineras las que contrajeron la deuda con los países pobres de los que, por décadas de sudor y sangre —como hizo Europa en el pasado—, sacaron la riqueza del suelo y del subsuelo, dejando para ellos, como vergonzosa herencia, la cochina miseria.

Como las hermosas cumbres de Izotalío, como la luna bruñida de Xelajú, como los hermosos templos de Copán, como la atracción eterna y misteriosa del lago Atitlán, como el vuelo sereno del quetzal en los bosques de la Baja Verapaz, el sueño de los ángeles centroamericanos no tiene fronteras. ¡Ay de aquéllos que quieran poner muros al sueño de miles de ángeles de carne y hueso! «Quien desprecie a uno de éstos…», ¡la que le espera va a ser de aúpa!, pronosticó el Maestro.

Si ellos, los «santos inocentes», no logran que sus sueños se hagan realidad, este país tendrá que dar cuenta de la desolación, la desesperación, el fracaso y, tal vez la muerte de miles de angelitos que, llegados a la tierra prometida, una y otra vez petaron, golpearon y durmieron a la intemperie, ante la puerta que ningún epulón les abrió. Los niños centroamericanos ya no quieren más infiernos, porque sus mayores ya vivieron los suyos, en su propia tierra, en su propia carne: obligados a trabajar como bestias, expulsados de sus tierras y encarcelados, torturados, mutilados y rematados en cualquier camino, sin nombre ni cruz.

Imploro al Dios del cielo, valedor de inocentes, para que se abaje y mire la insolidaridad de los poderosos y el desamparo de los «ángeles de la frontera», y dé un empujoncito a las puertas de este gran país que, ufano, siempre alardeó de otorgar asilo para todos.

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