Diario de León
Publicado por
César Muñoz Guerrero, periodista
León

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La estirpe de los escritores siempre cuenta con miembros que dan continuidad al caudal de la literatura. Se trata de grandes nombres que, más allá de calidad o innovaciones, aportan una frecuencia de publicación sorprendente. Esto genera en su público una paradójica dificultad para seguir el ritmo a sus creadores favoritos. António Lobo Antunes es uno de esos raros ejemplares: entrega un libro al año desde hace más de veinticinco. El traductor Antonio Sáez Delgado y el sello Literatura Random House llevan más de una década trasladando al castellano las obras del novelista portugués, y aún les quedan siete de ellas (y las que salgan). «Para aquella que está esperándome sentada en la oscuridad», que apareció en 2016, se editó en España a finales del año pasado.

El libro cuenta los últimos momentos de clarividencia de una actriz afectada por la enfermedad de alzhéimer. Anclada en un viejo piso de la periferia de Lisboa, la mujer está en manos de las dos personas que se encargan de su cuidado. Su acompañante permanente es una mujer también mayor que aprovecha cualquier descuido para sustraer efectos de la vivienda que le permitan paliar su propia pobreza. Y el último responsable de la anciana es su sobrino político, quien prometió a su fallecido tío que cuidaría de ella hasta el final.

Este personaje sufre a lo largo de la narración el asedio de varias circunstancias que lo sitúan al borde de caer en la tentación de faltar a su palabra, pues el apartamento es susceptible de dar pingües beneficios, pero la vergüenza torera se impone y la asiduidad con que el familiar hace mención al mercado inmobiliario solo insinúa en el texto el fin del ciclo vital de la artista.

«Para aquella que está esperándome sentada en la oscuridad» retrata, en palabras de la protagonista, «lo que he ido perdiendo a lo largo de mi vida». Así, los que un día convivieron con ella aparecen como fotografías sin voz, y sus recuerdos como episodios sin relación entre sí. Sin embargo, las apariencias engañan tanto a los dos cuidadores de la ficción como al lector. Cuando los cables de la memoria se unen producen unos chispazos que dan pie al alzamiento legendario de un castillo de naipes, consistente en su fragilidad, por medio del cual la antigua estrella va descubriendo su biografía con profusión de detalles.

Los acontecimientos de la novela reflejan con habilidad los mecanismos de la dolencia, por ejemplo, en lo que se refiere al olvido de los hechos más recientes y la contradictoria retentiva de los acaecidos en la niñez y primera juventud. Las anécdotas sobre escenas costumbristas del hogar, las diversas mudanzas que esta acomete hasta su establecimiento en Lisboa o la introducción en el mundo del espectáculo y su progreso en dichas lides son algunas fijaciones del subconsciente de la protagonista, que tiene conocimiento del mal que padece cuando su carrera se encuentra en pleno auge.

Pero el punto de inflexión en la existencia de la intérprete es su estancia en la ciudad algarviense de Faro, que bosqueja con nitidez y respecto a la que explicita con mayor énfasis unos sentimientos de felicidad que no se harán notar en el resto de emplazamientos donde desarrolle su vida. En especial, la costa oceánica de la localidad se presenta como la caja negra definitiva de unas emociones que ejercen un fuerte impacto sobre la protagonista. Las experiencias iniciáticas y el atractivo de una relativa estabilidad familiar que se le asemeja a la plenitud son dos imanes fundamentales alrededor de los cuales gravitarán sus anhelos, que nunca se cumplirán y que, por el contrario, serán anulados por la turbiedad y la miseria que le tocará vivir. En su mente, estas coyunturas serán ya inseparables de la impresión que se forma de la capital lusa.

En la historia se cuela el particular paralelismo que António Lobo Antunes suele hacer entre la decadencia de sus tipos y la de su país. Portugal se muestra como un grisáceo marco material y espiritual donde todo se derrumba no por la acción de un derribo, sino por la corrosión del ocaso. En un pasaje la actriz recuerda unos vestigios industriales para a continuación preguntarse «dónde no hay ruinas en este país empezando por mí», sensación que no atenuará el avance de la lectura.

Aunque la corriente principal de argumentación y pensamiento se expande por la totalidad de la trama, los meandros de la novela van a parar a los recodos íntimos de los caracteres secundarios, como los padres y abuelos de la actriz, así como su marido y su sobrino político.

Los sucesos sombríos que les acechan van de las exhibiciones de cobardía física y moral a las infidelidades, que se convierten en vía de escape habitual de la tensión y la incertidumbre omnipresentes. Casi todas las escasas ocasiones en que estos personajes aciertan a la hora de afrontar sus espinosas realidades se deben más a su inacción que a sus capacidades resolutivas o su lucidez.

La penumbra parece ser el único sitio donde pueden esperar un destino que ni siquiera saben si desean o rehúyen.

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