Diario de León

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Ante la puesta en marcha de la nueva ley educativa (Lomelo), nacida sin el consenso reiteradamente pedido y deseado socialmente, muchos maestros y algunos colegas me han sugerido que exprese mi criterio, para orientar de forma práctica a padres y educadores. Veamos.

El término «autoridad» ha llegado a convertirse casi en una palabra maldita, y tanto a nivel político, como social, laboral y educativo, se tiende a prescindir de su uso y, cuando se utiliza, normalmente se carga con tintes peyorativos. En nuestro país existe un colectivo de ciudadanos, y algunos medios de comunicación, que lo confunden o equiparan con «autoritarismo»; craso error, puesto que el autoritarismo no es más que el abuso o uso inadecuado de la autoridad. Realmente, la autoridad tiene más relación con orden, disciplina y límite, cuyo fruto o resultado es lo que todos ansiamos: libertad. Pero, cuando la verdadera autoridad se sustituye por la dejación y la condescendencia absoluta o la anomia, lo que obtenemos es una sociedad de libertinos, ácratas e insatisfechos, incapaces de hacer una o con un canuto. Un colectivo de seres inseguros, amargados, desorientados y degradados personal y socialmente.

En educación, no hay peor abandono que dejar a un menor hacer lo que le dé la gana, sin control ni disciplina gradual; sus consecuencias serán las mismas que abandonar un barco sin gobernalle, en medio de un mar tormentoso, expuesto a las encrespadas olas y a los vientos gélidos del ártico. Solo cabe esperar naufragio y catástrofe. ¿Hay alguien, con sentido común y decencia social, que pueda desear para sus hijos, para la juventud de su país, ese futuro? Pues, sentémonos los adultos y empecemos a replantearnos la forma de gobernar el barco de nuestra educación nacional, donde la autoridad de los maestros está desprestigiada y por los suelos, la disciplina, odiada y vituperada, el esfuerzo, arrinconado mediante la actitud aberrante del aprobado o la promoción automática del alumno suspenso o inmaduro. Esto no es aceptable, si queremos obtener resultados positivos.

Para evitar que su egocentrismo se convierta en «egoísmo», debe hacérsele comprender desde muy pequeño, que no es el centro del universo y hay cosas que no se pueden hacer, que en la vida todos tenemos derechos y deberes, los cuales han de ser respetados en ambas direcciones. No siempre es posible hacer o conseguir inmediatamente aquello que nos apetece, ni evitar lo desagradable

Es muy cierto también que los adultos deberemos clarificar el concepto de autoridad, para que ésta resulte fructífera. René Spitz, (1887-1974), uno de los mejores expertos en psicología infantil del siglo XX, afirma que “el niño/a al cumplir los 12 meses debe conocer con toda claridad lo que significa la palabra ‘no’, porque en su primera evolución, el niño necesita tanto de cariño como de frustración, y cualquier realidad de éstas que le neguemos, le perjudica profundamente”. Todo bebé, por puro instinto vital, el primer año de vida, es fundamentalmente «egocéntrico»: busca satisfacer sus apetencias; descubre el mundo poco a poco y siempre en función del propio placer-displacer. Para evitar que su egocentrismo se convierta en «egoísmo», debe hacérsele comprender desde muy pequeño, que no es el centro del universo y hay cosas que no se pueden hacer, que en la vida todos tenemos derechos y deberes, los cuales han de ser respetados en ambas direcciones. No siempre es posible hacer o conseguir inmediatamente aquello que nos apetece, ni evitar lo desagradable. Freud llama a estos conceptos “principio del placer” y “principio de la realidad”.

Con los sistemas «autoritarios», creamos personas «reprimidas». Con el sistema «permisivo y condescendiente», crecen muchos niños «histéricos y desnortados». No saben a qué atenerse y sólo piensan en gratificar su principio del placer, a costa de pisar o desafiar a cuantos se opongan en su camino. Acaban creyendo que en la vida ellos son los únicos viandantes con derecho a circulación cómoda. Es un grave error educativo no corregir (en la familia, en el colegio, en la sociedad) estas conductas egoístas, pues sus consecuencias las deploramos todos con amargor.

El concepto positivo de autoridad proviene de la palabra latina «auctoritas» y ésta del verbo latino «augeo, auctum», que significa aumentar, hacer crecer, ayudar al desarrollo. Ciertamente, para ayudar a desarrollarse y a crecer adecuadamente a una planta, conlleva abonarla, regarla, podarla, atarla a un rodrigón, mientras es pequeña y frágil para que no la tuerza o rompa el viento tormentoso..., es decir, acciones unas gratas y agradables, otras no tanto; pero sólo así se consigue un árbol consolidado, robusto y autónomo, capaz de sobrevivir en primavera, verano, otoño e invierno...!¡

Aplicando estos símiles agrícolas a la educación de un menor, diremos que la adquisición de la seguridad, su felicidad, entre otras condiciones, exige inicialmente un cierto grado de autocontrol y formación en valores. Cuando la autoridad competente, (padres-educadores-sociedad), se inhibe o es excesivamente permisiva, el menor no adquiere autocontrol ni adquiere los valores necesarios para la buena convivencia cívica y ¿qué obtenemos? niños inestables e inseguros, poco responsables, poco sociables, poco constantes, y casi siempre, seres antisociales, agresivos, caprichosos, incapaces de amar con altruismo y de convivir civilizadamente. Pero a pocos nos agrada el cargo y la responsabilidad de exigir orden y disciplina firme, nunca cuartelera. Un jefe de estudios, un jefe de sección, unos padres, no pueden ser ni una «abuelita dadivosa», ni unos «cascarrabias traganiños», pero sí personas serenas y despiertas, con quienes todos se sienten seguros y protegidos por su control puntual, justo; no se les tiene miedo, sino el respeto merecido. Sí, el respeto cariñoso se aprende en casa.

La pérdida de control, ante la menor frustración, es propia de personas poco o mal adiestradas en habilidades sociales. La agresividad, positiva en origen, puede desbordarse y convertir a los/las adolescentes en pendencieros, soeces, desmadrados, incapaces de convivir respetuosamente. Hoy, los padres tienen bastante claros los valores sobre la salud física y la alimentación de sus hijos, pero se sienten muy desorientados, (problema social muy serio), respecto a la atención psicológica-espiritual de sus hijos, que peligran quedarse «huérfanos», educativamente hablando. Hay padres/madres que quieren dar a sus hijos lo que ellos no tuvieron... y esa no es la solución adecuada, porque satisfacen en el niño sus propias carencias, no las necesidades verdaderas del hijo. Estas actitudes, dudosamente educativas, llevan a trasmitir al niño un cariño mal entendido. El cariño sano, en la familia y en el aula, debe ir unido a la responsabilidad y a la nada fácil tarea de empujarles hacia la adultez. Nunca el amor verdadero es pura condescendencia y permisividad, sin barreras ni límites. ¿Por dónde empezar?

Pistas pedagógicas para padres/educadores des-pistados:

—Es fundamental crear un clima sereno, en casa y en el aula, practicando siempre el mutuo respeto. Control, sin tiranía, hasta la mayoría de edad.

—Decir ‘no’, cuando es ‘no’. Sin gritos ni agresividad, pero con suficiente firmeza para que no haya dudas, desde muy pequeños.

—Ni la familia, ni la escuela pueden ser un cuartel. Deben darse pocas órdenes y, las que se den, deben ser racionales, nunca fruto del enfado iracundo; exigiendo su cumplimiento hasta el final, sin discusión. Esto supone mucha serenidad y sensatez coherente por parte de los adultos. ¡Pedagogía en estado puro!

—Padres y maestros no deben ser nunca charlatanes de circo, ni predicadores de púlpito. Para educar, pocas palabras, muy claras y sin levantar la voz; así nos escucharán. A veces, un simple «gesto con mirada seria y firme», es el mejor mensaje; evita discursos en los que nos perdemos y los niños se pierden. El sermoneo diario molesta y resulta ineficaz siempre. La persona con autoridad respeta y enseña a respetar.

—Proporcionar libertad paulatinamente. El control no puede ser eterno ni absoluto. El niño, desde pequeño, debe ir aprendiendo a asumir sus responsabilidades. Los adultos debemos saber tensar y distender la cuerda de forma tranquila. No debemos dejarles un día hacer lo que quieran y otro prohibirles todo. Esta conducta es perniciosa; propia de adultos inmaduros y malos educadores. El adulto que pide perdón, cuando se equivoca, gana autoridad, prestigio y respeto. ¡El respeto es vital, pero escasea!

—No ejercer nunca la autoridad por capricho o por propio egoísmo, (eso sería un abuso de poder), sino siempre por y en beneficio del menor.

—Ir por delante, dando ejemplo. La falta de coherencia y autenticidad desprestigia para siempre a los adultos, sean padres, educadores o agentes sociales. Ante un menor, los adultos siempre debemos ser «maestros», nunca «títeres». Esto lo olvidamos, creyendo que los menores no se enteran. ¡Son niños, no son tontos; somos los adultos quienes no nos enteramos!

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