Diario de León
Publicado por
Álvaro Navarro Sotillos
León

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Pocos días atrás, mi suegra sacó de un recoveco recóndito del armario tres álbumes gruesos con vida envuelta en láminas plásticas. Se trataban, indudablemente, de fotografías tomadas con cámaras con carretes, artefactos que las generaciones futuras observarán parcialmente como reliquias, parcialmente como antiguallas, como si de yugos se tratasen.

Aquellas instantáneas mostraban momentos estelares de la infancia de mi mujer: tardes de playa en el Caribe, noches de cumpleaños, viajes en el extranjero y momentos mundanos.

Mi suegra, algo añorante, me hablaba del valor de las imágenes tomadas analógicamente, frente a la borrachera audiovisual en el que vivimos ahora. Escuchándola, pensé en un aspecto que se me había escapado por completo: entre aquella colección de celuloide aparecían instantáneas donde los fotografiados salían mal retratados, ya sea por no haber posado debidamente, porque desconocían que había una cámara delante, por un encuadre defectuoso o, bien, simplemente, porque no le prestaban atención a la lente. Total, esa fotografía no saldría a la luz hasta un mes después, pensarían.

Con el álbum abierto, me detuve en aquellas imágenes con fotografiados desfavorecidos. No hace mucho tiempo, razoné, realizábamos fotografías sin esperar un previo vistazo de éstas. Sin selfies, sin capacidad para juzgar si merecía la pena tomar otra foto más en grupo, y seguir aguantando la sonrisa de spot electoral.

¿Recuerdan?

Antes uno marchaba alegre con su cámara analógica, dándole al botón —click, click, click— mientras desenroscaba con el dedo índice a modo de percutor de un arma —rac, rac, rac—, advirtiendo las balas que quedaban en el cargador, y echando en falta las que se habían perdido en el aire.

Fotografiar con una cámara de carrete, o una de «usar y tirar» —acto contracultural, por cierto, pues ahora no se tira nada—, significaba zambullirse en un viaje a ciegas, emprender una peregrinación sacrosanta guiada por una fe frágil que busca captar un instante merecible y maravilloso tras haber cruzado el Rubicón.

Ese ardor fotográfico figuraba en todo viaje de verano que, al igual que las tardes cálidas y sosegadas frente al mar, se desvanecía por completo al regresar a nuestro hogar. Formaba parte de un ensueño que no retornaba a nosotros hasta la revelación de las imágenes, momento en el que, tras abrir el sobre y echar un vistazo, uno volvía a embriagarse del verano y de su pulsión.

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