Diario de León
Publicado por
José Antonio García Campos, psicólogo clinico y escritor
León

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Agrandes rasgos, se podría afirmar que hay dos tipos de catástrofes. Unas provocadas directamente por la acción humana y otras, por la naturaleza. A veces, suelen tener un componente mixto entre la acción de la naturaleza y la inacción o la falta de previsión de las sociedades o de los gobiernos responsables. La pandemia actual, provocada por el Covid-19, podría tener este componente mixto en el sentido de que el virus surgió en los mercados de Wuhan donde se consumen animales salvajes sin las mínimas garantías sanitarias. Este virus que, al parecer, es huésped de algunas de estas especies, pasó a los humanos por falta de vigilancia y de control de las autoridades sanitarias chinas. La negación al principio del problema y la tardanza en una respuesta que cerrara el paso a la epidemia provocó que esta catástrofe, en el mundo globalizado en que vivimos, fuera afectando a un país tras otro hasta convertirse en una pandemia que afecta ya a casi todo el globo terráqueo. Con el agravante de que los países democráticos tienen más dificultades para implantar las severas medidas de confinamiento que un gobierno autoritario.

Con respecto a las catástrofes se podrían resaltar, en principio, dos aspectos. El primero sería que, desde el punto de vista psicológico, aquellas causadas por el ser humano suelen dejar huellas más profundas y dramáticas en la mente de las víctimas y el segundo, la escasa capacidad que tenemos para recordarlas, una vez que han pasado. En este segundo aspecto, me llama la atención que en la actual pandemia nadie, o casi nadie, se haya acordado en nuestro país de una catástrofe que vivimos a mediados de 1981. Me refiero al envenenamiento masivo por el aceite de colza. Las similitudes iniciales con la actual pandemia son muchas, aunque también las diferencias. En aquella época, los afectados llenaban las salas de urgencias de los hospitales al presentar una sintomatología respiratoria aguda y de origen desconocido, al contrario que ahora que se conoce el coronavirus que la causa. Recuérdese el bichito del ministro de sanidad de la época, Sancho Rof. Los afectados de la colza en un principio recibieron el diagnóstico de neumonía atípica. En aquella ocasión, desde la primera víctima mortal, si no recuerdo mal un niño de Torrejón de Ardoz, hasta que se conoció la causa real del envenenamiento masivo, pasaron casi dos meses en los que nadie sabía exactamente qué hacer para no verse atrapado por la epidemia. El personal sanitario tuvo que improvisar medios (mascarillas, batas, etc.) para impedir su contagio. Fue a últimos de junio de 1981 cuando se dio la orden de retirar y de prohibir la venta y el consumo de aceite fraudulento y adulterado vendido en mercadillos y tiendas de barrio. El envenenamiento masivo por aceite de colza desnaturalizado provocó unas veinte mil víctimas y cerca de mil muertos y supuso una sobrecarga al mal equipado sistema sanitario de entonces. Una muestra de ello es que después de un tiempo el gobierno de turno, primero de UCD y después del PSOE, se vieron obligados a contratar a varias decenas de psiquiatras y psicólogos para atender el estado mental de los afectados. Hay que recordar que la Salud Mental en nuestro país no se empezó a modernizar hasta la Ley de Sanidad de 1986 impulsada por el ministro socialista Ernest Lluch, vilmente asesinado por otros fabricantes de desastres humanos.

También por la misma época en que los afectados por el aceite tóxico español acudían en masa a los hospitales, hizo su aparición otra epidemia, esta sí provocada por un virus, que, con el tiempo se le denominó el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH). Así como las víctimas del aceite de colza fueron familias trabajadoras, las víctimas del VIH se focalizaron en cuatro grupos principalmente: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y, posteriormente, prostitutas y prostitutos. Después el virus se iría extendiendo por otros grupos de población hasta que se frenó su expansión y mortalidad con una combinación de tratamientos antivirales. Pero no hay que olvidar que el sida sigue estando ahí y contagiando diariamente a personas que no toman las medidas de protección adecuadas.

El Covid-19 es un virus mucho más democrático ya que afecta a todos los estratos de la sociedad desde ciudadanos de a pie hasta gobernantes. Cualquiera que interactúe con afectados sin protección tiene un alto riesgo de ser contagiado. En nuestro país, la situación de precariedad del sistema sanitario, carentes de equipos de protección individual contra el virus, y de las residencias de ancianos han hecho que estos dos colectivos sean de los más castigados.

Para terminar, me gustaría resaltar dos aspectos. Uno, las repercusiones negativas que esta pandemia está teniendo en todas personas que padecen trastornos mentales de cualquier tipo, por lo que, sin duda, las consultas de Salud Mental estarán también desbordadas. Y otro, que existe un trastorno mental, el trastorno obsesivocompulsivo (TOC), que muchas veces se focaliza en un excesivo y patológico lavado de manos o de otras partes del cuerpo. Cuando pasen varios años, nos daremos cuenta de que las consultas de Salud Mental se llenarán de pacientes que iniciaron su TOC a raíz de esta pandemia. Estas consultas tendrán, además, que recibir a un número indeterminado de pacientes incapaces por sí solos de elaborar el duelo por sus familiares muertos por esta pandemia. Reforzar y modernizar el sistema sanitario público deberá ser una lección, entre otras muchas, que aprendamos de esta pandemia.

Salud para todos y continuad con un confinamiento en casa activo, creativo y, a ser posible, lúdico.

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