Diario de León

Las cosas como son: al pan, pan y al vino, vino

Publicado por
Enrique Ortega Herreros, psiquiatra y escritor
León

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Este dicho tan simple y contundente recoge el sentir de la gente para definir lo que es natural y verdadero sobre lo artificial, lo aparente, lo impreciso o lo falso. He recogido el refrán popular para resaltar lo importante que es la sinceridad, la evidencia de las cosas, y ponerlas sin tapujos ni rodeos sobre la mesa.

Es sabido que el hombre es muy dado a intervenir sobre las cosas, añadiendo edulcorantes, conservantes, colorantes etc. o bien sustrayendo propiedades o elementos constitutivos de la sustancia original, como descafeinar el café, quitar la lactosa de la leche etc. Lo mismo hace con conceptos, hechos, datos, valores para, cuando lo cree conveniente, añadir, metafóricamente hablando, los edulcorantes y colorantes apropiados. No desvirtúa totalmente el producto original pero trata de presentarlo con una apariencia más atractiva o hacerlo más «digestible». Pero se diluye el valor intrínseco del producto. De eso saben un montón los políticos, unos más que otros.

Nuestra hermosa lengua española contiene sustantivos, verbos, adjetivos etc. extraordinarios para definir y calificar los conceptos, las ideas, los pensamientos, las emociones etc. pero en muchos casos no los utilizamos con la claridad y la franqueza necesarias. Es posible que el concepto «light», que se ha impuesto en gran parte de nuestra cultura, haya contribuido al proceso.

En lo referente a la política, observo que hay, a menudo, mucho remilgo a la hora de calificar como realmente se merecen ciertas conductas, declaraciones etc. así como a las personas implicadas en ello. Es posible que el ciudadano de a pie, es decir el rebaño (yo preferiría calificarlo de manada por el potencial de reacción que ésta posee) haya delegado en los propios políticos, y en especial en los de la oposición, la misión de responder, de calificar las acciones u omisiones de los políticos en el poder, quedando él o ella en un segundo plano, difuminado. Algunos periodistas se atreven (para eso se les atribuye o arrogan ser el «cuarto poder») a manifestar sus opiniones y plantar cara al Gobierno. En eso hacen muy bien, pero son tantos y distintos que se enzarzan entre sí, lanzándose entre ellos epítetos contradictorios dependiendo de la supuesta o real alineación (había escrito «alienación») política de cada cual. Es cierto que hay periodistas, presentadores de TV, locutores de radio etc. extraordinarios, pero hay otros muchos, literalmente, vendidos, pesebreros.

Habrán observado, también, que cuando las personas, de derechas o de izquierdas, dicen verdades como puños pero consideradas «no correctas», políticamente hablando, se tiende a calificarlos, peyorativamente, de «extrema, facha, reaccionaria» etc. tratando así de descalificar las verdades, haciendo hincapié más en la procedencia y, acaso, en la forma y no en el fondo de la cuestión.

¿Pero cuál es el poder real de la ciudadanía, de la manada? Bien mirado, en teoría, es el primer poder, pero en la práctica apenas lo practica; un poco de forma indirecta en las elecciones, y solamente de forma directa en los contados referendos. También en las manifestaciones multitudinarias, a las que me referiré en su momento en otro artículo.

No deja de ser llamativo el desparpajo con el que se manifiesta el personal de a pie en las distancias cortas, entre amigos, en pequeñas reuniones etc. no «cortándose» ni ahorrando calificativos contundentes, bien sea refiriéndose a la política en general como a los políticos en particular, incluido, cómo no, al presidente del gobierno.

Y sin embargo, a nivel grupal no llega la manada, el rebaño a amplificar las voces, el grito, el desencanto, y todo parece, contradictoriamente, que la queja se amaina en el camino que va del individuo a la colectividad. Como si en vez de megáfono se utilizara una sordina. Es un fenómeno curioso, como si la autocensura no coartase al individuo, dada la interiorización del derecho a la libertad de opinión y expresión, mientras que a nivel colectivo no funcionase ese principio. Como si existiese una barrera imaginaria que lo impidiese, quizás por el temor del descontrol y el destrozo inevitable que causaría la «estampida». Es posible que exista un temor atávico, anclado en la memoria, en el inconsciente colectivo a ese respecto. O que todavía el rebaño, la manada, no hayan interiorizado el derecho a la libertad sin que, al utilizarla, no corran peligro los principios que constituyen su medio, su entorno, ellos mismos. El miedo a la propia agresividad, más o menos controlada por el individuo y encauzada convenientemente, no parece convencer todavía al rebaño.

El mayoral, sabe muy bien todo eso, y se aprovecha cuanto pueda y se lo permitan, tanto el rebaño como los otros pastores. Él, experto en las maniobras subterráneas, en la manipulación, en la mentira, salpicada, en ocasiones, con medias verdades, escruta, el corifeo desde su atalaya, su torre ebúrnea, las idas y venidas del rebaño, los balidos en busca de comida, protección, cobijo, así como los movimientos que puedan presagiar ataques, embestidas y, quizás, estampidas. Y, cuando le parece oportuno, emerge cual el Narciso de la mitología griega, enamorando por doquier pero no dando su amor a nadie salvo a sí mismo. El final de ese Narciso, castigado por los dioses por su engreimiento, ya lo conocéis. El final de nuestro mayoral está por ver, sobre todo si el rebaño sigue tan manso y embelesado.

Imaginaos, sin embargo, lo que podría suceder si, en vez de sordina, emergiese, potente y sin miedo, el megáfono, la caja de resonancia. Imaginaos el sonido ensordecedor de un ¡mentiroso!, ¡mentiroso!, ¡mentiroso!, repetido una y mil veces. Bueno, y todo lo que en privado, y ateniéndose a lo estrictamente legal y con la verdad por delante, expresa el ciudadano de a pie. Y, sobre todo, si esos gritos van acompañados de señales inequívocas de hartazgo de la manada.

Yo les invito a que elijan alguno o varios de los calificativos que se usan en privado para referirse a algunos de los políticos y lo apliquen a quien corresponda: Ególatra, presuntuoso, trompón, manipulador, tramposo, maniobrero, vengativo, egoísta, ventajista, oportunista, trilero, embustero, falaz, farsante, hipócrita, cuentista, patrañero, socavador, jactancioso, pedante, creído, revanchista, vendido…y otros muchos más de los que dispone nuestra rica lengua española. Yo me reservo uno de una lengua muerta pero muy rico en contenido: «sine verecundia». Y si el interesado se molesta, se le aplica el dicho del famoso humorista: «Que no pasa ná, pero que sepas que ser, eres…». Y es que no hay como la verdad. Las cosas como son: «al pan, pan y al vino, vino».

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