Diario de León

Cuando la demencia avanza

Tengo la impresión de que no es ajeno al contacto, ni tampoco a las palabras transmitidas con suavidad, o a una presencia gobernada por la calma. No sé si aprehende algo de mi existencia, pero siempre les digo a los familiares que procuren hablarles como si les entendieran

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Luis-Salvador López Herrero | Médico y psicoanalista
León

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Acabo de atender a un paciente con demencia severa. Su mirada perdida en el vacío atravesó mi mente, sin parecer querer encontrar respuesta alguna. Le volví a mirar e incluso sostuve su mano, como queriendo sentir algún hálito de conexión que nos acercara, pero todo fue en vano. Ningún rictus de sintonía canalizó el encuentro de nuestras miradas, que parecían estar demasiado alejadas en un espacio aparentemente convencional. Uno no sabe ciertamente en qué piensa cualquier persona, ni incluso qué siente en verdad con nuestra presencia, luego es fácil que ante esta situación nos asole la incógnita o la duda. Sin embargo, mientras la mente camina bajo la luz de una conciencia sostenida por el yo y su ficción, hay algo en el flujo de pensamientos, palabras y silencios que circula entre nosotros, que nos hace sentir la presencia de un deseo que anhela la captura de un sentido. En el caso de algún tipo de demencias severas, la cosa es diferente. El ser vivo sigue estando ahí, con nosotros, pero sus recuerdos o pensamientos parecen haber desaparecido del contorno de su rostro, siendo el mutismo que nos invade la causa de una interrogación acerca de qué tipo de experiencia existe ahí, más allá de nuestro cotidiano como turbulento mundo de comunicación.

No hay duda de que aún hay vida en esa mente carcomida por el propio proceso neurológico, pero qué tipo de existencia se alberga. Si la desestructuración acaecida a lo largo del tiempo ha borrado cualquier atisbo de subjetividad, ¿qué queda ahora tras esa mirada sin aparente objetivo alguno? Es cierto que en algún momento esa mente alimentó un deseo, seguro que sintió el amor tanto como la esperanza, el odio o la rabia y, sin embargo, ahora, aparentemente, todo ha quedado oscurecido, borrado entre las sombras que ejercita el trabajo de una enfermedad que elimina cualquier atisbo de libertad.

Recuerdo el comienzo de todo esto, puesto que yo era su médico. Al principio una queja inespecífica se infiltraba entre lapsus, olvidos sin importancia o problemas insignificantes a la hora de encontrar las palabras en el curso de una conversación. Pero nada en consideración que hiciera sospechar un desenlace fatal, más allá de la sospecha de envejecimiento que arrastra cualquier existencia humana. Más tarde se filtraría entre las tinieblas del desgaste psíquico una sensación de falta de vitalidad, difícilmente explicable. Me manifestaba con preocupación, que sentía, como si las cosas que antaño se ejercitaban con fluidez ahora le costaran mucho más. No sólo era la mente la que se mantenía menos despejada, sino también el cuerpo, como si entre ambos, de manera difícil de precisar, la coordinación, la armonía o el equilibrio en otro tiempo, se estuvieran perturbando pero sin poder precisar con claridad de qué forma. Tal vez el temor o la ansiedad estuvieran ejecutando su trabajo en silencio, pero no era fácil de entender, ni mucho menos de perfilar, las diferentes quejas que se fueron agudizando en el transcurso de los meses. Además, de manera frecuente, el miedo cada vez más intenso por padecer la temida enfermedad de nuestro siglo, «la demencia», alimentaba cierta preocupación como desesperanza.

A pesar de que los diferentes estudios médicos no reflejaban, con claridad, la causa de tales trastornos, la sospecha se me hacía más evidente mientras el manto de la enfermedad empezaba, por momentos, a doblegar la subjetividad en su relación con el mundo presente. Un sentimiento de abatimiento, mezclado con tristeza, ansiedad y temor, se fueron mezclando con tenacidad al cuadro banal de despistes y lapsus del inicio, dejando entrever una cierta pérdida de autonomía en sus funciones más rutinarias. Sin embargo, más que el deterioro propiamente neurológico, lo que primaba en este caso era la sensación de desesperanza, abatimiento, tristeza o ansiedad con respecto a una mente que se mostraba inquieta por el sutil derrumbe cada vez más progresivo. Son matices que el paciente no podía explicar bien, ni mucho menos entender, pero que mostraba a través de palabras, miradas o movimientos corporales, dando así cuenta de la vivencia, de que el mundo de antes comenzaba a ser muy distinto del actual.

Llegó un día en que, en plena calle, queriendo hacer la rutina diaria, surgió un episodio de confusión. De repente todo el barrio apareció distinto, como si las calles se hubieran transformado en un escenario extraño. Era como si la familiaridad en su recorrido se hubiera vuelto insólita. Aturdido y desconcertado trató de encontrar el regreso a casa, pero sin encontrar el modo adecuado. En un momento de angustia quedó expuesto a los coches, en medio de la carretera, como queriendo hallar salida a la confusión. El regreso sólo se pudo realizar gracias a la ayuda de personas que pudieron captar la situación y el momento de peligro.

En esa circunstancia los familiares, alarmados por la coyuntura desenmascarada, buscaron más explicaciones ante la sospecha de un mal que se aproximaba de forma lenta, pero sumamente eficaz. Por mi parte, la sospecha era ahora más que evidente y resultaba necesario ayudar a confrontarse con el curso de la enfermedad. Porque lo más difícil para todos, es poder afrontar la deriva de un ser querido, que antaño, ha sido, en algún momento, la referencia y brújula de orientación en nuestra vida. Es como si en el desplome de la subjetividad del amado se estuviera fraguando también el naufragio de la propia existencia.

Con el paso del tiempo las manifestaciones de la enfermedad se fueron haciendo cada vez más evidentes. No sólo aparecieron con mayor frecuencia los desconciertos en el orden del día, sino también las alteraciones del sueño, la confusión de personas o un lenguaje alterado que anunciaba la presencia de la «otra personalidad». Aquella que, tras atravesar la barrera de la desconfianza, la suspicacia o el tinte claramente delirante, acabaría más tarde en el mutismo más silencioso, sólo alterado por las ocasionales coyunturas de la necesidad.

He vuelto a encontrarme con esa misma persona. Aparentemente no hay mente, ni tampoco conexión con nuestro mundo convencional. Pero tengo la impresión de que no es ajeno al contacto, ni tampoco a las palabras transmitidas con suavidad, o a una presencia gobernada por la calma. No sé si verdaderamente aprehende algo de mi existencia, pero siempre les digo a los familiares que procuren hablarles como si les entendieran, que se muestren lo más apacibles posible y que traten de recordar al ser que fue y no al que perciben en este momento. Para muchos todo esto puede parecer una incongruencia si siguen férreamente el modelo duro de la ciencia. Tal vez… En ese sentido, si es así, no se pierde nada. Sin embargo, si fuera lo contrario, se ganaría mucho.

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