Diario de León
Publicado por
Andrea Fernández | Diputada del PSOE por León
León

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La última vez que pude ir a casa antes del confinamiento perimetral de la ciudad de León olía al asado de los primeros pimientos. Se trata del olor de octubre; un olor a calor, a familia, a otoño, a mantas en el sofá y peleas por cuando es el momento idóneo para empezar a prender la calefacción. Todo esto me hizo pensar sobre lo poco que reparo en la felicidad cotidiana y en el esfuerzo que conlleva para quienes la hacen posible. Sin duda, mi casa no es diferente y tiene algo en común con casi todas las demás: hay un trabajo silencioso, entregado y no reconocido realizado por las mujeres de la familia.

Las mujeres de los pueblos son las depositarias, por imposición social, de los usos y las costumbres, de las tradiciones. Son quienes, trabajando igual o más que los hombres son consideradas las que ayudan o hacen tareas secundarias. Tanto es así, que hasta nosotras mismas asumimos esa convicción. Contrasta con el hecho de que las mujeres en los pueblos dediquen diariamente de media cinco horas a actividades fuera de casa y ocho a las tareas del hogar. Si tenemos en cuenta la actividad de referencia en el medio rural, el campo (representa el 42% de las empresas de este entorno), vemos que menos del 10% de las explotaciones agrarias son dirigidas por mujeres y además son de menor tamaño que las dirigidas por hombres. El 82% de ellas ayudan en las explotaciones agrarias, pero menos del 60% cotiza a la seguridad social por su trabajo.

Sin duda, se trata de información que nos pone en situación sobre la desigualdad que lo atraviesa todo y que se ceba más aquí, donde la división sexual del trabajo es aún más clave que en otros ámbitos de la sociedad. No obstante, es necesario analizar la realidad de las mujeres rurales como diversa. Debemos abandonar la condescendencia que entraña el concepto de la mujer rural en singular, como si fuéramos una realidad única y unitaria: hay mujeres rurales que nunca han salido del pueblo, otras que han estudiado, otras que han vuelto; las hay que labran, que escriben, que tejen, que investigan, que pelan lúpulo, que auditan cuentas… en definitiva, hay tantos tipos de mujer rural como mujeres rurales hay, y si tenemos algo en común es recoger toda suerte de saberes que son claves para vivir en un mundo respirable en el futuro.

Dicho todo lo anterior, hay que plantear políticas públicas que pasen por preservar e impulsar el libre desarrollo de las mujeres rurales, no solo por una cuestión de justicia social, sino también porque representamos un papel clave en el diseño de un mundo más sostenible. La transición justa debe contemplarnos como factor determinante y las políticas contra la violencia de género deben considerarnos de acuerdo con nuestras circunstancias específicas. Debemos apostar por la sanidad pública y los servicios para que cada vez seamos más, y no menos. Debemos reivindicar formación específica que observe el medio rural como espacio de desarrollo, y no tanto conocimiento dirigido a las grandes urbes: incentivar la economía circular, el autoempleo, en definitiva, la capacidad de independencia y emancipación de las mujeres en los pueblos.

Quizás haya un día en que nadie ase pimientos en mi casa, ni haga bizcocho, ni remiende la ropa, ni haga grandes comidas, ni sepa poner tomates o cebollas. Ese día será muy triste para mí, pero recuerden que mi casa no es diferente. Si eso pasa, si nos dejamos perder, si no repartimos, reconocemos y asumimos el tremendo valor que estas tareas propias de nuestro entorno tienen para el desarrollo, viviremos en un mundo peor, en un mundo más consumista, menos sabio, menos equilibrado, más desigual, más dependiente y más individualista. Como siempre, las mujeres serán el último bastión contra el neoliberalismo que nos destruye, y las que asan pimientos son y serán fundamentales.

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