Diario de León
Publicado por
Ara Antón
León

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”La valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar”

Opinaba Nietzsche, queriendo dar una idea de lo difícil que es sobrellevar ese estado. Es más, aunque nunca lo hayamos vivido, es un concepto que nos atormenta, queriendo entender su alto grado de angustia, en una búsqueda estéril, que solo es un intento de huir, de cualquier forma, del dolor. Pero no hay nada que entender, porque no tenemos datos para ello; por tanto, nunca podrá ser comprendido. Simplemente ocurre y a nadie le preguntan si lo consiente o es capaz de tolerarlo, o no.

Y es que la experiencia de la soledad no se enseña en los colegios.

Nacemos y nos desarrollamos siempre en compañía o así debería ser. El bebé precisa de sus progenitores o, en su defecto, de un adulto que se ocupe de sus necesidades. Si no hay ninguno cerca, la criatura tiene muy pocas o ninguna posibilidad de sobrevivir.

La adolescencia que, creyéndose crecida y experimentada, está deseando que sus mayores le dejen en paz, no lo hace con el fin de estar solo, ni hablar, es para tener más tiempo que dedicar al grupo de amigos. Aún no ha entendido que la vida va a ocurrir sin su concurso. Luego, su objetivo, no es ni de lejos, permanecer en soledad, muy al contrario, busca la compañía de los otros para huir de sí mismo y poder imaginarse que todos estamos juntos y, consiguiendo la aceptación de los demás, aceptarse a sí mismo.

Más tarde, en la juventud, son las relaciones las que le llevan a organizar su vida en función del trabajo o la pareja que elija y los hijos que lleguen.

Hasta ese momento nunca ha estado solo y, desde luego, a partir de ahí mucho menos, pues la lucha por la vida y la satisfacción de las necesidades de su familia, le empujarán a trabajar muchas horas que, en general, compartirá con compañeros en iguales o parecidas circunstancias.

Crecerán sus hijos. Quizá salgan fuera a estudiar, pero regresarán en vacaciones o incluso cada fin de semana. La casa seguirá llena de ruidos. No hay tiempo para soledades, ni siquiera para uno mismo, para mirar un poquito en nuestro interior, conocernos algo más y quizá encontrarnos con nosotros mismos. Y, en esas circunstancias, que aún estamos sanos y fuertes sí que nos gustaría. Pero no hay oportunidad. Luego, cuando llegue el momento, no encontraremos nada dentro que nos ayude a sobrellevar esa vejez en solitario porque nunca miramos la grandiosa naturaleza que nos rodea o esa parte eterna que desearíamos tener y que no podemos hallar porque no hubo ocasión de buscarla.

Los chicos hallan una pareja. ¡Al fin! ¡Menos mal! Ahora podremos viajar, salir, movernos y… Nos traen los nietos. Preciosos. Los amamos con pasión y volvemos a criar, a besuquear y a sentirnos queridos por un niño, que es el amor más puro. De repente han pasado los años infantiles y ya no hay ruidos ni risas en la casa y… llega la tragedia y, de la pareja, uno se va y el otro, con una pesada mochila vital, se queda solo.

Y comprende que así ha de ser. Ha ocurrido lo que había de pasar. Y no es sorprendente, ni siquiera extraordinario. Los hijos le quieren, pero han de hacer su vida y debe empujarles a realizarse, apartándose a un lado para no estorbar el avance. Entiende que sus nietos han crecido y están hartos de besuqueos… Que «es ley de vida». Y lo sabe… Todos lo sabemos. Pero, de repente, ha llegado la soledad y no estábamos preparados porque jamás estuvimos solos y eso no se enseña en la escuela, además, daría igual, pues nada es más endeble y pasajero que las teorías científicas, simples pensamientos de alguien con prestigio que se impone a los demás.

Caminamos por la casa que ahora nos parece vacía porque no encontramos a quien siempre estaba en ella. Queda el silencio que rebota en los muros, deslizándose con perverso sigilo. Pasos cortos de anciano repentino, que dobla las espaldas por el pánico a esa etapa desconocida que, como un espejo sin imagen o un pozo sin fondo, se abre ante nosotros. Hablamos en voz alta, por la costumbre de años, con el que se ha ido llevándose la poca vida que nos quedaba y que ahora nos da miedo, pues intuimos que se va a hacer eterna porque no sabemos qué hacer con ella.

Lo que algún día llamamos libertad ahora son siluetas desvaídas, recuerdos de amores que fueron un préstamo temporal y que creímos permanentes; resistencia a lo inevitable… Y en el exterior, buscar su mirada en las cumbres brumosas de las montañas, en el despeñarse de las aguas, en la risa del bebé que pasa, en la flor que se abre, en la anchura del mar, que se pierde mucho más allá de lo imaginado… Porque un día estuvo allí. Ambas estuvieron juntas, allí. Las calles, las plazas, el monte, la playa, el río… En todas partes están sus risas, sus comentarios, sus enfados, su apoyo, su mirada, sus manos… Sus manos… Escuchamos, miramos, palpamos, por si hubiera algo escondido o de regreso… Nada, soledad pura. Y queremos estar solos porque así ha de ser, pero no sabemos, pues nadie nos enseñó a vivir sin ruido.

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