Diario de León

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No me desagrada el resultado de la muralla de los Cubos tras su restauración, aunque me hubiera gustado que los «falsos círculos» parecieran más auténticos, como si las marcas del tiempo se pudieran imaginar mejor en esa novedosa figura de material reciclado.

Pero es igual porque todos sabemos que esa muralla, que decimos «romana», ha sufrido tal cantidad de añadidos, variaciones o supresiones desde su primera construcción, que el resultado actual nada tiene que ver con el primitivo modo de hacer romano. Y, sin embargo, nos dejamos engañar con el juego de formas que dictan las palabras, para aseverar finalmente que la muralla, que contemplamos, es genuinamente romana, aunque realmente sólo lo sea en parte, en una porción que nos gusta mirar y fantasear.

La vida es un juego de engaños y de espejismos con respecto a lo que suponemos que es la realidad, hasta el punto que vivimos, como si todo aquello que creemos fuera real. Pero, en general, nada más lejos de la verdad con la que supuestamente nos confrontamos porque, en el fondo, no queremos saber ciertamente de qué se trata ni qué lógica está en juego. Lo cual supone vivir bajo el imperativo del engaño o de la ficción que han impuesto el discurso y las palabras desde el comienzo de nuestra existencia.

Por eso los vocablos nunca nos pueden decir toda la verdad, aunque sean ellos mismos el modo más ingenuo de acercarnos a ella, y de eso se nutre precisamente el mundo de la ficción, amalgamado con todo ese placer que, desde tiempos remotos, ha encandilado a demasiados navegantes hipnotizados por la poesía de las sirenas.

Pero a diferencia de la complaciente y necesaria ficción, la mentira surge como voluntad de engañar a través del hechizo mismo que ejercen las palabras en nuestra conciencia, en clara sintonía, por otra parte, con el afán desmedido que el sujeto mantiene por no querer saber la verdad, o lo que es lo mismo, de vivir en la mentira constante.

Ahora bien, no es lo mismo «Dejar-se-engañar» que «Dejar-de-engañar». Fíjense que bastan unas simples letras para cambiar el sentido de toda una frase. Es el poder del significante en el mundo humano. En la primera frase, el sujeto es partícipe de una mentira ejecutada por un agente emisor, mientras que en la segunda el sujeto de-manda del emisor la verdad sobre lo que éste manifiesta. Una simple letra y todo es diferente.

No obstante, si gran parte de la ciudadanía sospecha que la auténtica verdad no es de este mundo, entonces, ¿por qué se deja engañar tan fácilmente?, ¿por qué se adviene tan dócilmente a las palabras mentirosas que ejerce un sujeto colocado en ese lugar privilegiado que denominamos el amo?

Tomen nota de que es un lugar a partir del cual uno puede realizar la función de engañar a través de las palabras, en clara complicidad con aquel que escucha sin verdaderamente querer saber. Luego hay afinidad entre el que engaña y miente deliberadamente y el engañado que no quiere saber la verdad en curso. Y, de esta sintonía, se nutre completamente el juego de poderes y de relaciones políticas y humanas, en sus diferentes roles, a través de la historia (amos y esclavos, reyes y súbditos o gobernantes y ciudadanos, que creen en la posibilidad de un cambio mediante el supuesto poder que ejerce el votante sobre el votado).

De ese modo, vivimos a partir de creencias y rituales que convertimos en fuentes de verdad, porque nos otorgan cierta tranquilidad de conciencia y paz existencial. Lo cual no quiere decir, precisamente, que sean verdaderos sino simplemente útiles en nuestra vida. Da lo mismo que sea una creencia religiosa con rituales múltiples, que una fantasía ideológica y sus adquiridos hábitos seculares. Ambos ejercen una función de pacificación y de control y sumisión sociales por excelencia.

Hace unos días una mujer me manifestó en tono alegre: «Pensamos en el todo; miramos la nada». En rigor, el pensamiento anhela el todo, la verdad suprema, e incluso pretende encontrarla. Pero, precisamente, el pensamiento vela esa verdad que sólo la mirada al horizonte puede desvelar: la nada.

Pero, ¿quién puede vivir con esa nada en juego que sólo la mirada es capaz de sentir por momentos de forma fulgurante?

Esta es la cuestión y de todo esto se alimenta el amplio abanico de creencias, fantasías, hábitos, costumbres y rituales que transitan por la historia; en ocasiones, como ficciones y, en muchas otras, como simples y burdas mentiras.

Luego «Dejar-se-engañar» y «Dejar-de-engañar» forman parte del mismo juego en el que la víctima le pide a su supuesto verdugo, que le diga la verdad, que deje de mentir, que por una vez se sepa lo que está en liza, en todo ese amplio abanico de palabras siempre sospechosas a la luz de la veracidad, desconociendo que en esa demanda ella misma está implicada de forma fraudulenta.

Y claro, como una letra o una simple palabra pueden cambiar el sentido de una frase, podemos ahora jugar con estas expresiones convertidas en la trama de este artículo, para articular una nueva que nos oriente en un camino, que verdaderamente nos haría responsables y valedores de nuestra existencia.

Para ello basta simplemente con la adición de los elementos de ambas frases y la conclusión con una nueva, que permite subjetivar el pronombre de la segunda frase como ente más personal: «Dejar-de-engañar-se».

Sólo así, «Dejar-se-engañar» y «Dejar-de-engañar» pierden consistencia, para asumir el sujeto el reto de una apuesta de su pensamiento y acto en soledad.

Si lo consiguen, y requiere recomendablemente una experiencia y un interlocutor que dirija un proceso que conlleva esfuerzo, coraje y ciertas dosis de valentía, no sé si serán mucho más felices, pero seguro que estarán viviendo su vida de una manera más satisfactoria, porque la nada de la que venimos es lo que más se acerca a ese real de la experiencia que nos espera.

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