Diario de León
León

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El título puede parecer un oxímoron, una contradicción en los términos, o una «boutade», según la interpretación de cada cual. Voy a intentar hacer comprensible mi pensamiento al respecto para sacar conclusiones sobre esa figura retórica.

Toda regla de conducta conlleva una imposición, por una parte y, por otra, una penalización o castigo de su incumplimiento, aunque contempla situaciones y circunstancias que modulan y relativizan, e inclusive que pueden «justificar» la infracción de la misma.

Si hecha la ley, hecha la trampa, según el dicho popular, ello quiere decir que ya se encarga alguien, a renglón seguido de proclamarla, del modo de trampearla. Me estoy refiriendo al acomodo que busca el hombre entre lo ideal y la imperfección humana. Que una cosa es la teoría y otra la práctica.

Lo que pretendo exponer es, precisamente, del cómo el hombre trata de resolver lo que puede parecer, o ser, una contradicción entre la teoría (lo ideal) y la práctica (la realidad humana en toda su hondura y dimensión). Tomemos, como ejemplo, leyes recientes que tienen un gran impacto social y político. Me refiero a las leyes del aborto y de la eutanasia, respectivamente. Observen, para empezar, el eufemismo empleado para definirlas: interrupción voluntaria del embarazo, para la primera, y ayuda o asistencia para una muerte digna, para la segunda. Se omite lo de quitar la vida a un ser vivo.

Hay que ser muy prudentes para definir lo que quiere decir una vida digna, lo del sentido de la vida, lo de que no existe esperanza, lo de que la ciencia médica no tiene posibilidad alguna de revertir la situación, lo de que no existe otra alternativa mejor para el doliente que la muerte que solicita etc.

Las leyes tienen un carácter general de obligado cumplimiento y de protección al mismo tiempo; por ejemplo, no matarás a tu semejante. Ahora bien, la transgresión de esa prohibición no es considerada como tal en el caso de la «legítima defensa»; ahí sí puedo matar porque supone la primacía de mi vida sobre la de quien quiere matarme. En la guerra puedo, igualmente, liquidar a mi enemigo sin transgredir la ley. Es decir, la ley sí contempla situaciones y excepciones a la regla. Me refiero, también, a otras causas atenuantes o eximentes como la accidentalidad involuntaria, ciertas situaciones de trastornos mentales, etcétera.

Pasemos ahora al punto donde se sitúa el conflicto entre los derechos de los protagonistas que se oponen entre sí, en el cual la solución pasa por determinar que uno de ellos tiene más derecho que el otro, tal como ocurre en el aborto, de tal suerte que el que se determina que tiene menos derecho ha de desaparecer. Dejo a un lado, a propósito, la cuestión de si el embrión posee, desde el mismo momento de su concepción, el derecho o no del nasciturus, o si ese derecho se adquiere posteriormente. Y obvio ese dato, tan importante por otra parte, porque me voy a centrar en lo que, a mi juicio, constituye el núcleo central del debate, que es el cómo se resuelve el problema generado cuando chocan «mi deseo y mi voluntad» con la ley. A partir de ahí, los encargados de legislar estudian cuantos factores sean necesarios para, finalmente, determinar lo que es legal y lo que no lo es. Todo parece quedar claro…

Sin embargo, el factor del hecho pretende siempre apoyarse en el derecho. Pasar del «de facto» al «de jure». Al final, la fuerza de los hechos trata de imponerse. Me refiero al hecho indiscutible del aborto «generalizado», tanto el considerado legal, como el considerado ilegal, mucho más frecuente éste último. La ley hecha por los hombres va a depender de los intereses de los mismos, de tal suerte que lo que hoy se considera infracción, mañana puede considerarse legal, y viceversa. La Historia así nos lo demuestra. Es más, lo que en una sociedad es legal, en otra es delito y viceversa. El debate entre lo legal y lo legítimo puede llegar a convertirse en una especie de juego floral, lo que coloquialmente se conoce como «marear la perdiz».

En la eutanasia o suicidio asistido se establecen los parámetros, las razones y motivos que concurren en el protagonista del evento quien, libremente, solicita la ayuda para quitarse la vida, o mejor dicho para que se la quiten. Automáticamente surgen las preguntas, ¿pero con qué derecho me pides que delinca incumpliendo la ley del no matarás a tu semejante?, y ¿qué derecho te crees que tienes para privar a la sociedad de tu vida? Las respuestas no se hacen esperar, primero, empezando por la última pregunta, porque mi vida, cuyo tramo final me es insufrible y sin sentido, me pertenece por entero a mí mismo (esa creencia, sea cierta o no, el protagonista la eleva a categoría de verdad incontrovertible), y segundo, respondiendo a la primera pregunta, solicito que cambies la ley. O, introduce en esa ley los elementos necesarios para que mi decisión sea legal. A partir de ahí, el resultado final saldrá de las fuerzas (política, social, económica etc.) que litigan contra el ideal y lo previamente establecido jurídicamente. Es lo que se denomina la «despenalización». La fuerza de la «costumbre» acaba inclinando la balanza (en este caso, el aborto ilegal y el suicido, datos contundentes en nuestra sociedad).

En este artículo, solo pretendo introducir elementos objetivos de reflexión y potencial discusión sobre el tema tratado con el fin de profundizar y tratar de enjuiciar lo más adecuadamente el alcance de tales supuestos. Y ese alcance sobrepasa con mucho la literalidad de lo legislado pues se abre a una dimensión del futuro de esa sociedad que modifica aspectos esenciales de la vida y su transcendencia.

Me permito introducir una reflexión, solo con ánimo de profundizar en el tema, en torno a la paternidad del embrión (considerada, en este caso, secundaria o innecesaria), cuyo aborto solo incumbe a la decisión de la madre, en cuyo cuerpo manda solamente ella, incluido el producto de la unión de sus respectivos gametos. Hago, asimismo, en lo referente al suicidio asistido, y dado el conocimiento que me ha procurado mi profesión médica, algunas reflexiones más. Por ejemplo: hay que ser muy prudentes para definir lo que quiere decir una vida digna, lo del sentido de la vida, lo de que no existe esperanza, lo de que la ciencia médica no tiene posibilidad alguna de revertir la situación, lo de que no existe otra alternativa mejor para el doliente que la muerte que solicita etc. Sé que el suicidio como idea, como deseo y como ejecución es más frecuente de lo que la gente cree en general, desde la infancia y la adolescencia hasta la senectud. Y eso, tanto en las personas afectadas como en las no afectadas de una patología psiquiátrica. Yo creo que a la sociedad le incumbe pronunciarse y ser coherente con el abordaje profundo y total de esa situación tan problemática.

Hace falta mucha más reflexión y mucha más pedagogía sobre lo expuesto, pero una pedagogía auténtica, no precisamente la de nuestro ínclito presidente disertando sobre «el pago del recibo de la luz, no al día sino al mes», ni del «concepto no nacionalista del término nación». O lo de «todo se ha hecho conforme a la ley»; o me acojo al «secreto de Estado», o sabed que el indulto está para, precisamente, enmendar, perdonar el cumplimiento de la pena determinada en la sentencia del juicio... Y otras muchas «martingalas legales», como los «paraísos fiscales» o como los derechos de los «okupas», etc. etc. que inducen a pensar, e incluso a creer en que existe y es legítimo «el derecho a delinquir».

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