Diario de León

TRIBUNA

Desafíos y retos de la universidad en el siglo XXI

Publicado por
Juan Manuel Pérez Pérez Presidente del Comité Científico y Patrono de la Fundación Villaboa-Sierra
León

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C uando Alfonso IX de León convirtió en 1218 la vetusta escuela catedralicia en el resplandeciente Studii Salmantini, embrión de la que pasaría a llamarse, por bula de Urbano IV, Universidad de Salamanca (la primera en el solar hispano y una de las pioneras de Europa), no podía imaginar que estaba ofreciendo respuestas a grandes desafíos del futuro, al germinar en su seno la ‘Escuela de Salamanca’, de gran influencia en el devenir del mundo a través del Derecho de Gentes; una de sus aportaciones científicas y docentes de dimensión planetaria.

Cuando Cisneros publica en 1514 La Políglota, en la recién fundada Universidad Complutense, no solo cumple su sueño científico de formar políticos y teólogos capaces de reformar la sociedad y el gobierno, conjugando el humanismo y la crítica filológica (superando las viejas pedagogías de la baja edad media), sino que está abriendo las ventanas del «renacimiento», con la incorporación de las últimas metodologías científicas y tecnológicas que se precisaron para el complejo reto de editar un libro en cuatro idiomas simultáneos. Con razón Erasmo de Rotterdam calificó el ambicioso proyecto, como «pamplotum»: lugar en el que residen todos los saberes.

Cuando el 17 de mayo de 1927, Alfonso XIII promulgó el Real Decreto Ley por el que se ponía en marcha la Junta Constructora, con el propósito de diseñar, fundar y construir la Ciudad Universitaria de Madrid (con el consenso general de todas las fuerzas políticas y sociales, bajo el aval de los sucesivos regímenes), no podía imaginar que 90 años después aquella antigua finca de la Florida, o de la Moncloa, se habría convertido en uno de los «clúster del conocimiento» más grandes y relevantes de Europa, acogiendo tres universidades (UCM, UPM, Uned) y varios centros de investigación avanzada.

Estamos en la frontera de un nuevo tiempo (la «era digital») condicionado por nuevos paradigmas sociales, económicos, y tecnológicos que precisan universidades capacitadas para responder a los nuevos retos. No hace mucho, en estas mismas páginas, hacía un duro diagnóstico sobre la vieja universidad el catedrático y académico Félix de Azua, con la amargura de la decepción latente, asegurando bajo el antetítulo «los analfabetos han tomado el poder» que, si bien el «libro es la herramienta que ha construido el mundo occidental», no es menos cierto que «la universidad está agónica, catatónica, por no decir muerta». Sin duda se estaba refiriendo a un modelo agotado de universidad: burocratizado, endogámico, y miserablemente financiado, víctima de una hipertrofia estructural que lo incapacita para afrontar competitivamente el futuro. Ha llegado el momento de repensar la universidad.

No se me ocurre mejor explorador para esta fascinante aventura que nuestro admirado Ortega, pues siguen manteniendo todo su vigor y actualidad las misiones que, en 1930, el filósofo español encomendaba a la universidad: formación de profesionales, investigación y difusión de la cultura. Pero vivimos en una época de tránsito entre la Sociedad de la Información y la Sociedad del Conocimiento; «estamos a las puertas de la segunda revolución cuántica» (Cirac), «al borde de una revolución tecnológica que modificará la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos» (Klaus Schwaab). El mundo avanza inmerso en la cuarta revolución industrial, marcada por la convergencia de tecnologías digitales, ciber-físicas y biológicas, que propone intensos desafíos. Por consiguiente, han de incorporarse nuevas misiones y funciones a la universidad, como la transferencia del conocimiento, la innovación creativa, el emprendimiento científico-tecnológico, o la formación permanente y de liderazgo; otorgándole, además, una función estelar a las redes sociales, dada la oportunidad de «conectividad» a gran escala que posibilita la tecnología. Más aún, este nuevo mundo hiper-conectado y en vertiginosa evolución, requiere el «aprendizaje continuo» en una eficiente interconexión entre la nueva universidad y las empresas (que para mantener su competitividad deberán convertirse en «learning organizations»). Dicen los gurús de Palo Alto que la nueva universidad «no tiene que enseñar cómo conseguir un trabajo, sino como crearlo». En consecuencia, el límite de la nueva universidad debe ser la imaginación, y su misión final será formar para oficios que aún no existen, o mejor aún: inventar el futuro.

La Charta Magna Universitatum, promulgada por las Universidades Europeas en 2008, plantea algunos pilares sustanciales para el futuro de la universidad y, por tanto, de la sociedad. Ante todo, deja constancia de que el porvenir de la humanidad dependerá del desarrollo cultural, científico y técnico que se haya forjado en los centros del conocimiento y universidades. Propone, también, que la difusión de los conocimientos que la universidad ha de asumir, debe dirigirlos no sólo a las nuevas generaciones, sino también al conjunto de la sociedad, cuya supervivencia económica, social y cultural exigirá un ingente esfuerzo de formación permanente.

Observamos, por consiguiente, que la nueva universidad no solo debe ocuparse de la formación de profesionales, sino también de la configuración del ser humano en este nuevo tablero de la sociedad del conocimiento, a partir del aprendizaje basado en la transversalidad, la creatividad colaborativa, la interdisciplinariedad, el diálogo, la pluralidad, y la transculturalidad; que aporte a las nuevas generaciones de estudiantes destrezas para afrontar las incertidumbres del horizonte de un «mundo líquido» («VUCA»: volatility, uncertainty, complexity, ambiguity) y global.

Nadie pone en duda el papel crucial de las universidades en la construcción de una sociedad desarrollada, pero quizá ha llegado el momento de hacer una pausa estratégica para plantear el debate público sobre la necesidad imperiosa de «reconstruir la confianza de la sociedad en sus universidades», así como sobre el modelo de universidad que requieren los retos del siglo XXI. Porque las universidades no son entes abstractos y aislados, sino ecosistemas de conocimiento e innovación, contenedores de talento vivo, que deben irradiar excelencia académica, científica, innovadora y cultural, pero también excelencia territorial (sostenibilidad) en el entorno social y económico, en el que están integradas. Decía en un reciente entrevista David Roberts, representante de la Singularity University (la universidad del Silicon Valley), que la mayoría de las universidades del mundo van a desaparecer; «Solo sobrevivirán aquellas que formen líderes, científicos y profesionales capacitados para contribuir a resolver los grandes desafíos del planeta».

Esta ingente y titánica tarea de diseñar la universidad del siglo XXI resultará estéril, imposible, sin acometer profundas reformas en su estructura institucional. La universidad del nuevo siglo precisa una nueva «gobernanza» (lo que se ha llamado la «revolución gerencial»), en la que se fomente la profesionalización en los órganos de decisión y gestión, la presencia de los stakeholders externos, la cultura del mérito, el control de la calidad, la evaluación permanente, o los incentivos a la productividad, entre otros instrumentos de gestión institucional y presupuestaria que avalan el éxito de las organizaciones modernas y competitivas.

Alfonso IX de León, Cisneros, o Alfonso XIII, prendieron el fuego de la universidad, y miles de académicos, científicos, estudiantes, profesores, investigadores y profesionales lo han alimentado durante siglos. Nosotros tenemos la misión, como los «portadores de la antorcha», de trasladar la llama hasta los umbrales del milenio.

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