Diario de León
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El palacio de Dulcinea dibujado por Sancho en la imaginación expectante de D. Quijote se desvaneció de pronto ante la torre de la iglesia en la noche del pueblo manchego. Estas fueron las palabras de la decepción: «Con la iglesia hemos dado, Sancho» (II, cap. IX). Un gracioso las oyó citadas (el gracioso, de profesión sus chismes, no saca tiempo para leer) y al punto se le encendió en el magín disperso la intuición de su vida: he aquí un nuevo gigante, el más grande y temible, en la ruta del caballero de la figura triste. Puesto que el mero sonido de las palabras no trasmite el tamaño de las mismas, convirtió el nombre común en propio —de iglesia a Iglesia—, y transformó el verbo en otro parecido, para enfatizar de esta guisa: «Con la Iglesia hemos topado». La fórmula encontró fortuna instantánea, convertida en una suerte de proloquio que se repite acompañado de un guiño cómplice del emisor al cabo de la calle: en apareciendo la Iglesia, conviene hacerse discretamente a un lado para evitar un choque como el de los vagones del tren en los topes de las estaciones. El caso es que muchas ediciones adjuntan aquí una nota advertidora de la muy improbable adversión cervantina a la institución eclesiástica, solo posible tras la manipulación, más que gruesa, grosera.

En el Nuevo Testamento hay tres relatos de un mismo hecho, la legendaria caída de San Pablo en el camino a Damasco, todos en el libro de los Hechos, el primero en tercera persona y los otros dos en la voz del protagonista, entonces llamado Saulo. En los tres se menciona la causa de su caída por tierra, un fogonazo deslumbrador (pero curiosamente en el tercero también sus acompañantes aparecen por el suelo).

No hay ni rastro de caballo (o caballos en este caso). El oyente gracioso de turno vio su propia luz no menos fascinante en la ocasión, porque aquella no podía quedarse en una vulgar caída, a consecuencia de un tropiezo más o menos mágico. Aquella tenía que ser una grande y estrepitosa caída y eso exigía el caballo encabritado y relinchando que se derrumba, también él sin duda deslumbrado.

El cambio de rumbo de un hombre por mor de una doctrina queda así más dramáticamente simbolizado. En efecto, «caerse del caballo» (y en versión humorística, «del burro») es ya expresión tópica, todo un latiguillo consolidado por el uso. No por cierto inmune a la crítica: en cierta ocasión un gracioso erudito, o viceversa, rebajaba su temperatura mística hasta el vulgar ataque de epilepsia de un fanático, mal comido y peor dormido (pero olvidó a los otros también atacados según la tercera narración). Por lo demás la expresión puede rozar el ridículo si no se anda con cuidado: un escritor y periodista leonés, refiriéndose a Carmen Laforet, trasuntada en el personaje de su novela La mujer nueva, escribió que la dama «se cayó del caballo en el transcurso de un viaje en tren a Ponferrada».

Una empresa del ámbito de los seguros y otros servicios financieros luce junto al anuncio de su nombre un lema en latín: Certo in dubium. En la publicidad la empresa lo ofrece traducido de esta guisa: Certeza en la duda. De modo que alguien pasa por la calle, eleva la vista y ve las extrañas palabras en el cartel. Tranquilo, parecen clamar, nosotros te ofrecemos el tope de la certeza contra el que se estrellarán tus dudas existenciales (con su torpe reflejo en el bolsillo). He aquí las divinas palabras de Valle Inclán, cuyo efecto en verdad mágico se halla en relación directa a su incomprensibilidad.

Porque el lema no hay por donde cogerlo. Son palabras latinas, es cierto, pero la fórmula en cuanto tal con esa unión de tres términos sin concierto, esencial en latín, carece de sentido y es por tanto intraducible, de modo que la presunta traducción no es otra cosa que una real extravagancia.

Y el caso es que múltiples expresiones latinas han pervivido en el mundo del derecho y otros campos, a modo de sentencias fosilizadas en el habla. Al gracioso de turno se le ocurrió inventar una para la ocasión, consciente de que nadie le iba a poner ningún reparo.

Hace unos años otro gracioso acuñó su lema en Pontevedra, «Puente vieja» en latín, donde puente es femenino. Pues bien, en este caso el lumbreras se inventó «Pontus véteris» para rotular también una empresa o proyecto. Ahí estaban las palabras latinas fuera de lugar, «desconcertadas», con ese «pontus» que para mayor burla no es puente, sino justamente ponto, mar. Fue inútil que se lo hicieran ver con toda claridad, a él le daba lo mismo, una vez asentadas sus divinas palabras intocables.

La actitud de estas personas me recuerda una anécdota ilustrativa. Durante el ensayo de una canción, un hombre le hizo notar a otro que en determinado pasaje el si natural que había dado en realidad era bemol. El señalado dudó unos instantes para balbucir al fin la única respuesta inaceptable entre muchas posibilidades de disculpa: «¡Bueno, qué mas da!». Al gracioso en efecto le da lo mismo una muleta que una mulata, una estufa que una estafa. Y a propósito, también cabría albergar alguna sospecha sobre la fiabilidad, también financiera, de quien no tiene reparo alguno en meterse en terrenos vedados a su ignorancia con una alegría digna de mejor causa, caiga quien caiga. Y así en efecto cayeron D. Miguel, Saulo de Tarso y la vieja lengua, convertida en guiñapo, maltrecha y vilipendiada.

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