Diario de León

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P arodiando a Neruda, quizá podrían escribir las crónicas más tristes esta noche. Lo reconozco: este es uno de los artículos más difíciles y acaso dolorosos que he escrito en muchos años. Porque es la crónica de un caos previsible, del desastre ya inminente que parece no tener solución. Es la radiografía de la perplejidad, de un país al parecer muy preocupado por el encuentro de un presunto delincuente fiscal con un ministro, pero nada inquieto, al menos en sus estamentos oficiales, por su propia supervivencia.

Los dos mayores partidos nacionales se debaten ante la cuestión de los nacionalistas, mostrando su falta de convicción y de claridad de ideas. No de otra manera se pueden considerar los bandazos del PP, que hace años planteó una sustancial reforma constitucional de la que ahora prefiere ni acordarse, o los de los socialistas, cuyo ‘socio privilegiado’, el PSC, se diluye entre el rechazo silencioso y los tímidos apoyos al independentismo de sal gruesa planteado por Oriol Junqueras/Artur Mas. Así, vemos que los dos partidos que deberían vertebrar el Estado con un sólido pacto, muestran una atonía, una confrontación y una dispersión alarmantes cuando falta un mes y medio para que la actual Generalitat, que alberga los planteamientos más caóticos para Cataluña desde 1934, gane —gane, sí— esas elecciones plebiscitarias —plebiscitarias, sí— que ella mismo ha convocado contra viento y marea. Y contra el sentido común y la razón, sabiendo que los trenes están lanzados hacia el choque frontal. Es increíble que, a 45 días de esas elecciones que harán tambalearse a España, todo lo que estemos escuchando sea lo obvio: «Cataluña no será independiente».

Claro que no, claro que no puede serlo. Pero ¿qué precio habrá que pagar el resto de España, la propia Cataluña, para que no lo sea? Pues eso: que nadie responde a esta pregunta, y provocan ya franca alarma los silencios de los dirigentes políticos en vacaciones. No recuerdo un agosto más disolvente que este, en el que poco —pero algo— sabemos de Rajoy trotando por los montes pontevedreses, casi nada de Sánchez —aunque sí hablen ocasionalmente algunos de sus disusos reformistas—, nada de Albert Rivera —que, al menos, forma a sus huestes para la batalla en campo catalán, donde Ciudadanos tiene mucho que decir, aunque ahora nada diga— y menos que nada de Pablo Iglesias, a quien algunas crónicas, que a mí no me constan porque poco sé del tema, presentan hasta dubitativo acerca de su propio futuro.

Jamás nos hicieron más falta líderes con perfil de estadistas. Pocas veces los tuvimos, ay, menos que ahora. Con decirle a usted que, con todas mis reticencias hacia los personajes, hasta empiezo a echar de menos a Felipe González y a Aznar... Claro, aquellos eran otros tiempos. En estos, faltan, ya digo, cuarenta y cinco días para... ¿para qué?

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