Diario de León
Publicado por
Enrique Mendoza Díaz | Abogado
León

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Hoy, en España, la casi totalidad de los ciudadanos saben leer y escribir lo que supone un logro inimaginable hace un siglo. Sin embargo, eso no basta en las relaciones económicas y sociales de nuestro tiempo. Muchas personas no son capaces de seguir instrucciones escritas, tienen dificultades para comprender lo que leen y no son capaces de extraer mínimas consecuencias analíticas.

Son los llamados «analfabetos funcionales». Para una economía que sólo pretenda producir y exportar materias primas, esta cuestión tiene poca importancia. En cambio, la microelectrónica, biotecnología, telecomunicaciones, etc., todas ellas son industrias basadas en la capacidad intelectual de las personas y, por ello, se pueden instalar en cualquier lugar del mundo…. El conocimiento y las habilidades son la más importante (si no la única) fuente de ventaja comparativa sostenible en el largo plazo. Por tanto, el esfuerzo por una educación de calidad es una prioridad.

Pero, en general, la realidad es otra cosa. Los exámenes siguen siendo hoy, dueños y señores de la universidad. La clase sólo es un mero anuncio de lo que se llevará al examen. La única variante posible de esta conversación es si el examen escrito será o no en forma de test. Además, el estudiante continúa erre-que-erre con la vieja reivindicación de «una asignatura, un libro».

Una de las principales preocupaciones del estudiante es enterarse de cuál es «el libro» de cada profesor. Y, a falta de éste, aspirará a contar, al menos, con unos apuntes que le sirvan de sucedáneo.

Muchos estudiantes no saben leer, ni parece importarles. Leer poco, clarito, en castellano y a poder ser en letra grande. El déficit de lectura y el progresivo aumento de la formación audiovisual va haciendo estragos.

Desde que se publican, los rankings de universidades han estado envueltos en polémicas. Se los ha acusado de elitistas, de poco transparentes y de no prestar atención a la calidad de la educación que se imparte. No es sencillo ponerle un número a todo lo que representa una universidad. No hay consenso ni sobre qué debe medirse ni sobre cómo hacerlo. Desde hace años, rectores, responsables políticos y expertos vienen dando vueltas a un nuevo sistema que garantice unos recursos estables y viables para el funcionamiento de las instituciones de enseñanza superior, pero la cuestión está lejos de estar resuelta. Una ecuación imposible: en España, una de las mayores tasas de acceso a la universidad de toda la Unión Europea, una de las tasas más bajas de matrícula, impuestos bajos y prácticamente ninguna selección de entrada a las facultades.

La realidad es que no hemos sabido crear un modelo homologable con el de los países de nuestro entorno. El despropósito en el que se ha convertido nuestro modelo de organización territorial ha llevado a la multiplicación innecesaria tanto de universidades (más de ochenta, entre públicas y privadas) como de titulaciones. El criterio -en mi opinión- debería ser el contrario: racionalizar el número de centros, cerrando muchos de los que tienen aulas casi vacías, y reducir la oferta de carreras para evitar grados excéntricos y dotar al resto de unos contenidos de mayor calidad y especialización. Si algo ha sido dañino en nuestro país es el trazado partidista de las distintas reformas educativas, más orientadas a imponer el propio modelo que a orientar la educación durante largos periodos de tiempo, varias generaciones. Las enormes carencias de nuestro sistema universitario: una triste realidad que no puede achacarse a una sola causa pero que representa uno de los fracasos más dramáticos de nuestro país. ¿Hay solución? Dicen que mientras-haya-vida-hay-esperanza…: un acuerdo con amplia base social y política a favor de una educación de calidad. Eso sí: Vamos tarde, muy tarde.

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