Diario de León
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SILUETAS gonzalo ugidos
León

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N adie lo creía posible hasta que ocurrió: un charlatán ignorante, narcisista y autoritario, una estrella de reality show, racista, misógino y belicista, con un séquito de multimillonarios, exgenerales, traficantes de mentiras y sectarios indocumentados, se dispone a gobernar el mundo. Mañana, en la fachada oeste del edificio del capitolio en Washington, la ceremonia del Inauguration Day marcará el comienzo de cuatro años que empiezan con el miedo. El mandato de Donald Trump como 45º presidente de Estados Unidos es un «cisne negro»; o sea, un suceso del todo imprevisible que produce un impacto tremendo. ¿Qué nos puede pasar ahora?

Ahora Trump tendrá que enfrentarse a la realidad sí o sí, y ahí sencillamente verá que no podrá cumplir propuestas tan escandalosas como expulsar a todos los inmigrantes, gravar astronómicamente las importaciones o multar a los estadounidenses que inviertan en el extranjero. Tampoco es viable ni mínimamente útil la construcción de un muro de 800 kilómetros que nada podría contra remedios tan simples como una escalera o un túnel, además habría que ver de dónde saldría el dinero para triplicar el número de agentes fronterizos. Lo que se propone Trump es mear en lo más barrido. Una de las ideas más peligrosas no solo de Trump sino del populismo actual sostiene que los partidos políticos son obsoletos y deben ser reemplazados por movimientos guiados por líderes carismáticos que actúen como la voz del «pueblo», cuyo enemigo es todo quisque que no comulgue con esa piedra de molino. Ese camino lleva a la dictadura.

Podría ser que grupos de derechos civiles, ONG, estudiantes, activistas de derechos humanos, congresistas demócratas, e incluso algunos republicanos, hicieran todo lo que esté en su mano para contrarrestar los bajos instintos de Trump. El resurgimiento del idealismo haría de rompeolas del tsunami populista de derechas. Pero por sí solas las protestas no servirán de mucho. Una movida de activistas sería un golpe a la egolatría del nuevo presidente, y los manifestantes encontrarían satisfacción moral en la resistencia. Pero la mera protesta tendría el mismo final que Occupy Wall Street en 2011, y se disolvería en una sucesión de gestos intransitivos.

El único modo de salvar la democracia es que los partidos tradicionales recuperen la confianza de los votantes. Tanto en Estados Unidos como en Europa, los partidos serios tienen que ponerse las pilas para proteger la democracia de demagogos como los que han sacado al Reino Unido de la UE, como los que en media Europa proponen desmantelar las instituciones que han hecho el mundo más justo y más seguro. O como Trump, que ha llegado a donde ha llegado porque lo malo no basta para contener lo peor.

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