Diario de León

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Porque es en este mes de enero (7 de enero) cuando se celebra la festividad de San Raimundo de Peñafort, patrono de los juristas y de los profesionales del derecho. En el Canon 1.278 del Código de Derecho Canónico se establece que es laudable que se puedan constituir a santos como patronos de naciones, familias religiosas o personas morales. Y como consecuencia —allá por el año 1944— se crea «una condecoración para premiar el mérito a la justicia», poniéndola bajo la advocación de San Raimundo de Peñafort. En la medalla figura la inscripción «in jure merita» como remedo de la justificación de la medalla como «escrutador de las más altas perspectivas del Derecho y de la moral».

Por ello, cuando a un jurista se le premia con la medalla y bajo el lema de mérito a la justicia es que, con las palabras de Jiménez de Asúa, «es un hecho bueno que está palpitando en la vida, está en la conciencia de todos». Es un deber profesional que está por encima del deber cumplido, se excede en la profesionalidad, está pronto a las decisiones de la ley y del Derecho. Porque san Raimundo no solo fue un ejemplo de trabajador del derecho, recopilando los Decretales sino que acudió a los razonamientos de la época sobre la guerra y la moral. Razonando que solamente «se haga la guerra para conseguir la paz». (El antiguo dicho «si vis pacem para bellum»). Creo que, en definitiva se trataba de lo que llamamos deontología profesional, es decir, la parte de la ética por la que se rigen los deberes profesional y que, al alcanzar el apogeo personal se acude al Derecho Premial para elegir a los mejores, los que hacen mérito a la justicia, los que se exigen de sí mismo las excelencias de la actividad profesional del derecho.

Para que se cumpla esa eficacia por parte de los jueces es necesario que en el frontispicio de sus despachos exista como rótulo destacable la palabra independencia

En general aquellos que sean merecedores del mérito por la justicia necesitan cumplir una serie de requisitos que deben de honrar a cualquier profesional del Derecho. Y más concretamente a los miembros de la justicia. Porque la justicia en sí misma es un principio democrático y cuyos servidores deben de cumplir más que nadie las normas por las que se titula el premio de San Raimundo, cual es la eficacia del «Mérito a la Justicia».Y para que se cumpla esa eficacia por parte de los jueces es necesario que en el frontispicio de sus despachos exista como rótulo destacable la palabra independencia. Ya en los principios de Ética Judicial se proclamaba como primer valor de la misma el «derecho de los ciudadanos cuya protección y defensa forma parte inexcusable de los deberes profesionales del juez…». De tal suerte que la independencia es una prerrogativa del juzgador y un derecho de la persona juzgada. Lo mismo se dice en los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial; «La independencia judicial es un requisito previo del principio de legalidad…»

Desde estas dos perspectivas —el derecho ciudadano de la independencia y ser esta previa a la legalidad— se acaba la discusión que quién debe de elegir los miembros del Poder Judicial. La teoría mantenida sobre el término de las preposiciones «entre» y «por» , es artificial, pues cuando la CE dice «entre «Jueces y Magistrados, no quiere decir otra cosa que lo que dice; amparándose en que no dice «por» es tan ficticio que rompe los cimientos mismos de la democracia, por dos razones: A) porque en todos los casos en que la CE dictamina que el régimen será democrático (partidos políticos, sindicatos), no quiere decir otra cosa que los dirigentes sean elegidos por su propios afiliados (no es posible que los dirigentes de una asociación de filatélicos, sean elegidos por el colectivo de bomberos, perdón a la referencia ); y B), la independencia de los jueces no puede estar sometidas a la decisión de un estamento distinto del que forman parte ; y además, iría en contra del derecho del ciudadano que debe de gozar de tal independencia judicial.

El hecho de querer nombrar a los vocales del Poder Judicial, a través de los partidos políticos tuvo su defensa por el parlamentario vasco José María Bandrés (dep) —al que conocí personalmente en el foro donostiarra— bajo la premisa de que la Ley Suprema dice que «La justicia emana del pueblo…» y el pueblo está representado en el Parlamento. Desde esta teoría se echaría abajo le democracia en el sentido que la daba Montesquieu, es decir, la división de poderes, pues el Poder Legislativo —los partidos políticos— serían poseedores de las decisiones del Poder Judicial. Es decir la ideología imperante por encima de la independencia judicial. Se rompería la eficacia que debe de imperar en todo sistema democrático, cual es la división de poderes. Y, como consecuencia, la afluencia de un Estado totalitario. O la asunción por un partido político de «todos» los poderes, al estilo de la vieja teoría socialistas, a saber: «El Derecho (socialista) cumple la función de un instrumento que el Estado utiliza para llevar a cabo las tareas de construcción del socialismo y del comunismo» ( El pensamiento jurídico soviético , 144). Por ello, tanto interés del Gobierno actual de hacerse con las llaves del Poder Judicial. Si se llevara a término esta ascensión, la justicia no sería independiente ni sería un mérito otorgado por San Raimundo sino que respondería a los versos de Victoriano Crémer: «Porque sucede que la verdad es una vieja coima./ Que la justicia es una dueña zurcidora».

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