Diario de León

Engels y la clase obrera inglesa

Publicado por
Francisco Martínez Hoyos, doctor en Historia
León

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Friedrich Engels (1820-1895) vivió toda su vida a la sombra de su amigo Karl Marx. Él mismo no tenía problema en reconocer que, de los dos, era Marx el auténtico genio. Juntos dieron a la luz el Manifiesto Comunista, un clásico de la literatura subversiva de todos los tiempos. Pero Engels, en solitario, también produjo estudios que le acreditan como un pensador notable. Tal vez el más importante sea su primer libro, La situación de la clase obrera en Inglaterra (Akal, 2020), publicado originalmente en 1845. Se trata de un completo informe sobre las condiciones de vida del proletariado inglés a partir de una montaña de fuentes, desde informes oficiales a prensa de la época pasando por la propia experiencia personal del autor. Este no habla solo de oídas: ha visitado los suburbios y hablado con los trabajadores para conocer su situación.

Hijo de un próspero empresario textil, su padre lo envió a Manchester, en plena revolución industrial, para que se formara en el negocio familiar y, de paso, se olvidara de su radicalismo político. Sucedió todo lo contrario. El joven comunista entró en contacto con la izquierda británica y aprovechó al máximo su privilegiada situación para conocer a fondo el país. Allí, durante 21 meses, formó parte de dos mundos enfrentados, el de los empresarios y el de los trabajadores. Al primero pertenecía por herencia paterna. Al segundo, por afinidad.

La situación de la clase obrera en Inglaterra no es un libro cómodo de leer. Refleja sin concesiones una realidad de explotación brutal, en la que la lógica económica se impone por encima de cualquier consideración humanitaria. Los avances tecnológicos, en lugar de ser utilizados para el bien común, arrojan a los obreros al desempleo. De esta forma, desaparecen los antiguos operarios que necesitaban conocer unas destrezas para desempeñar su profesión. En la era del industrialismo, el trabajador queda reducido a un apéndice de la máquina que ha de ejecutar un trabajo repetitivo durante jornadas interminables.

Nuestro protagonista denuncia en términos contundentes lo que considera un asesinato social. Los pobres mueren en mayor proporción de los ricos porque viven en la miseria, con una alimentación a todas luces insuficiente, que consiste con frecuencia en productos en mal estado: «las patatas que compran los obreros son, en su mayor parte, malas; legumbres pasadas, el queso viejo y de mala calidad, el tocino rancio, la carne flaca, vieja, dura, de animales muertos o enfermos». En ocasiones, los comerciantes, para multiplicar el beneficio, adulteran sus mercancías. La harina llega a mezclarse con yeso o caliza.

Los padres, por exigencias del horario laboral, no tienen tiempo para cuidar a sus hijos. Eso hace que se multipliquen los accidentes de niños, a veces con efectos mortales. La vivienda tampoco ayuda: las familias se hacinan en espacios insalubres, focos de toda clase de enfermedades. ¿Asistencia sanitaria? Brilla por su ausencia, si es que no está encomendada a charlatanes sin escrúpulos.

Entre tanto, los proletarios sufren día a día la mayor de las incertidumbres. Cuando su cuerpo no les permita seguir trabajando se verán abocados a la miseria más absoluta, sin ningún tipo de protección social que les permita sobrevivir. Así, en medio de una cotidianeidad tan horrenda, resulta disculpable, a juicio de Engels, que muchos abusen de la bebida o del sexo. Sus tristes existencias no ofrecen otros alicientes. Todo, además, se conjura en su contra. Por cada diez o doce casas hay una taberna, con lo que las ocasiones para la tentación se multiplican.

Engels es un hombre de ideas avanzadas, sin duda. Sin embargo, en algunos puntos, evidencia unos prejuicios contradictorios con sus ideales. Cuando habla de los emigrantes irlandeses, el escalón más bajo del proletariado en las fábricas inglesas, utiliza un tono muy próximo a la xenofobia: «Esta gente, crecida casi toda en la semibarbarie, habituada desde su juventud a las privaciones de todo género, ruda, bebedora, despreocupada del porvenir, llega trayendo todas sus costumbres groseras a una clase de la población inglesa que, a decir verdad, tiene pocos incentivos para la cultura y la moralidad».

Respecto a las cuestiones de género, su postura es tradicionalista. Recoge la frustración de los hombres obligados a dedicarse a las tareas domésticas, en sus hogares, mientras las mujeres acuden a la fábrica: «Puede imaginarse que justa indignación provoca esta castración de hecho entre los obreros y que inversión produce en las relaciones de la familia». Por otra parte, Engels afirma que las jóvenes obreras, al dedicarse al trabajo industrial, no están preparadas para desempeñar las tareas domésticas: «No saben coser, comprar, cocinar o lavar».

De todas formas, en términos generales, La situación constituye una poderosa radiografía de la cara oculta de Inglaterra. Mientras otros quedaban deslumbrados por su poderío económico, el autor va más allá y desvela el precio de toda esa riqueza en términos de su sufrimiento humano. En la práctica, el proletariado viene a ser una nación dentro de la nación, sometida a infinidad de discriminaciones.

¿Qué solución propone Engels frente a tantas injusticias? ¿Cómo acabar con una organización social basada en la guerra de todos contra todos? A su juicio, de nada sirve lo que ahora denominaríamos «cultura del esfuerzo». El trabajador más competente no está libre de quedarse en el paro de un día para otro. Tampoco bastan las reformas más o menos bienintencionadas. Hay que hacer una enmienda a la totalidad del sistema capitalista. Los obreros no deben fiarse de la burguesía sino organizarse para efectuar un cambio social de carácter revolucionario. Esta lucha ha de efectuarse a nivel internacional, por encima de la división entre distintas naciones.

La edición de Akal de La situación está precedida por el prefacio del autor a la segunda edición, aparecida en 1892. Este es un texto muy interesante porque permite a Engels reflexionar sobre la vigencia de su propia obra con casi medio siglo de diferencia. Afirma entonces que los hechos más escandalosos que reflejó en su estudio pertenecen ya al pasado. Inglaterra, a finales de siglo XIX, conocía un progreso industrial tan gigantesco que, en comparación, el de 1845 casi insignificante. Eso no significaba que la explotación hubiera desaparecido, pero sí que la acumulación de capital ya no exigía recurrir a procedimientos especialmente mezquinos.

Por otra parte, Engels, en el prefacio de 1892, reconoce con honestidad los errores del libro de su juventud. Creyó, cuando contaba con 24 años, que la revolución social en Inglaterra era inminente. Los hechos demostraron su exceso de optimismo.

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