Diario de León
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Se burlaba don Leandro de Moratín, el escritor, hace 200 años, de los que presumían de cultura, en su tiempo, sin tenerla. Y a ellos les dedicó un termino que ha hecho fortuna, «eruditos a la violeta». La suerte del escritor no fue tan pródiga como merecía su talento y sobre todo su compromiso, ya que le tildaron de afrancesado, ese membrete de deshonra con que despacharon a los patriotas de verdad, los que en nombre de la España más retrógrada se apropiaron de la patente del españolismo.

No es de Moratín de quien trato de hablar sino de esos eruditos de milonga que ostentan sabiduría para disimular ignorancia.

Y en el siglo de internet, no se me ocurre otra cosa que describirlos como «eruditos a la pantalleta». Son esos millones de moscardas que atrancan las pantallas de twitter con toda suerte de comentarios sobre lo que sea. Creen estos eruditos que, capaces de opinar sobre todo con un simple repaso diario a las cabeceras digitales, ya tienen recurso de sobra para expresar sus ideas.

Y no dudan en ofenderse si alguien con cultura de verdad, o sea, con información en la cabeza se mofa de sus inconsistencias.

Aducir que para sostener una idea hay que sustentarla sobre unos hechos es para ellos un ejercicio de clasismo, o sea de fachedad. O sea que el derecho de opinar es algo tan palmario como poner un voto, y esta consagrado en la constitución. No les cuesta entender esto, lo hacen simplemente por pereza intelectual o déficit formativo.

Este desprecio a las reglas del razonamiento es propia de estos eruditos que motivan mi texto. Suponen que para opinar no hay reglas

Parece incontestable que para correr una maratón o levantar pesas de 150 kilos hace falta ejercitar los bíceps antes con largas sesiones de gimnasio. Pues para opinar hacen falta datos y la única manera de tenerlos es leyendo o al menos audio-viendo. Lo que no puede ser es opinar sin tener los datos necesario para poder elaborar un juicio propio.

No hace mucho viví un episodio más que lamentable con un ejemplar de este subgénero, amigo desde la infancia. Sostenía mi interlocutor que el Gobierno del Sr Aznar había sido negativo para España y adujo para apoyar su argumento que aquel había vendido la eléctrica Endesa a los italianos. Cuando le reprendí por su error, recordándole que esto la había hecho su sucesor el Sr Rodriguez Zapatero. Se alteró profundamente y echó mano de móvil para consultar a Google. Me adujo que Aznar había iniciado la liberalización energética y yo le dije que ese hecho era diferente al que motivaba mi reprobación.

Poco le costaba admitir su error, cosa más que entendible, e insistir en su valoración del expresidente con otros hechos en que sustentarla. Pero lejos de eso, se mostró muy ofendido, por acusarle de falto de documentación. Ante mi insistencia en que, según las reglas de la lógica, que se aprenden en la escuela, o simplemente del sentido común que heredamos todos, para sustentar una idea hay que apoyarla en hechos ciertos su confusión se incrementó y acabó convertida en una casi violenta reacción y abandonó la mesa que compartíamos.

Este desprecio a las reglas del razonamiento es propia de estos eruditos que motivan mi texto. Suponen que para opinar no hay reglas, pero las hay como para jugar al ajedrez, al fútbol a al tute «subastao». Y el que incumple esas reglas hace renuncio, comete falta o simplemente trampea.

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