Diario de León

TRIBUNA

La escuela pública y laica

Publicado por
Julio Ferreras educador, excatedrático de IES
León

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L os prejuicios, el desconocimiento y el miedo suelen caminar juntos, y son un gran impedimento para cualquier progreso social y cultural de los pueblos. Sobre la escuela pública, y más aún sobre la escuela laica, existen muchos prejuicios, intereses y privilegios, y a la vez, un cierto desconocimiento respecto a lo que realmente significan.

La escuela pública es, simple y llanamente, la escuela de todos, donde no se excluye a nadie; solo por este motivo, debería ser más respetada y apoyada. No se opone a ninguna otra escuela, solamente al fanatismo, al corporativismo y al elitismo, porque éstos son excluyentes. No se opone, por supuesto, a una escuela privada, libre de las presiones de los poderes eclesiástico y económico, y responsable y respetuosa con los principios de la democracia. En un mundo que tiende, por una necesidad de supervivencia y de progreso, hacia la unión e integración de todo tipo, hay que dejar de pensar en opuestos (esto contra aquello), y pensar en la necesidad y la conveniencia de la unión complementaria (esto y aquello).

En este sentido, la escuela pública no se opone a esa escuela privada, libre y responsable, sino que ambas pueden y deben complementarse en un respeto mutuo. Si, en este artículo, se defiende la escuela pública para nuestro país, se debe a diversos motivos, porque no está suficientemente valorada y sufre, injustificadamente, un cierto desprestigio social, sobre todo de parte de los sectores más conservadores. Pero el motivo principal quizás sea el hecho de que la escuela pública, como veremos a continuación, es la escuela de la democracia; por eso, en los sistemas democráticos más avanzados es, siempre, la más defendida y de mayor prestigio. En la escuela pública, nadie se siente excluido, mientras que, en las escuelas confesionales privadas de nuestro país, existe algún tipo de exclusión e intransigencia.

Al tratar de la escuela pública, no defendemos la idea de que el papel prioritario de la educación corresponde al Estado, pues no es igual «escuela pública» que «escuela estatal». En una sociedad democrática, el Estado somos todos los ciudadanos (al menos en un sentido amplio), y no solo el gobierno y las administraciones públicas; por otra parte, el papel prioritario de la educación ha de corresponder a los propios educadores (profesores y padres) y a los alumnos. La escuela pública que defendemos exige que se cumplan, entre otras, estas condiciones:

—Una planificación general y un control democrático.

—La existencia de unas normas de gestión democrática, llevadas a cabo por un órgano compuesto de profesores, padres y alumnos.

—Defensa de una libertad y un pluralismo ideológicos.

—Autonomía en el uso de los recursos económicos y la dirección pedagógica, con una finalidad del bien común y general.

En cuanto a la escuela laica, los prejuicios y el desconocimiento son aún mayores. A este respecto, es preciso afirmar que el término «laico» procede del griego laikós, y significa alguien del pueblo; es sinónimo de civil, secular o seglar, un término muy cercano a demócrata (del griego demos = pueblo). Por tanto, hay una estrecha relación entre público, laico y demócrata. No en vano, son muchos los que defienden que no hay democracia sin laicismo, ni laicismo sin democracia. El laicismo ha sufrido muchos abusos de interpretación, agravios y ultrajes, venidos generalmente de la incomprensión, el fanatismo y la intolerancia. Por eso, conviene saber que, desde el llamado Siglo de las Luces, el laicismo es la corriente de pensamiento que pretende liberar a las instituciones públicas del poder eclesiástico, con la finalidad de establecer una sociedad de todos y para todos, sin exclusivismos ni privilegios de ningún poder en particular, en un contexto de respeto y tolerancia mutuos. De forma que las iglesias no deben ejercer ningún poder político, ni los Estados deben ejercer poder religioso alguno. Eso es, en esencia, el laicismo o la laicidad.

A causa de meter en el mismo saco los términos espiritual, religioso, clerical y eclesiástico, el término laico sufre, hoy, connotaciones que no le corresponden en origen. Una cosa es oponerlo a clerical y eclesiástico, y otra muy diferente, a espiritual y religioso. Es este un grave error, por cuanto laico (civil o seglar) solo se opone a clerical y eclesiástico, es decir, a lo que pertenece a una confesión religiosa concreta; pero no se opone a religioso (término más amplio), por eso se habla de Estados aconfesionales, y no de Estados irreligiosos. Y mucho menos se opone a espiritual, término mucho más amplio aún.

Por tanto, es preciso insistir que el laicismo no es ateo ni antirreligioso, ya que solo defiende la independencia del Estado de cualquier injerencia eclesiástica o religiosa concreta, pero no se pronuncia sobre la existencia o no existencia de Dios, y respeta todas las creencias. Por ello, son cada vez más las personas del ámbito intelectual, sobre todo en la nueva física y la moderna psicología, que preconizan una espiritualidad y una religiosidad desde una perspectiva laica, no clerical, pues la ética laica está basada, hoy, en los Derechos Humanos válidos para todas las personas sin excepción. El filósofo J. A. Matina, experto educativo, dice que las morales religiosas deben estar siempre bajo el control de las éticas laicas.

En conclusión, hablar de la escuela pública y laica es hablar de un modelo de educación y de escuela integrador, democrático y universal.

No se puede pretender que la escuela privada confesional se convierta en una escuela pública, como se pretende en nuestro país, porque es una tergiversación, una contradicción en sus propios términos.

Sin embargo, la escuela privada, siempre que no sea confesional, puede ser también integradora, democrática y universal, como lo es, en su propia esencia, la escuela pública. Los sistemas educativos más avanzados están, en la actualidad, en aquellos países donde la escuela es, en su gran mayoría, pública y laica. Es el caso de EE UU, Francia, Alemania e Italia, entre los grandes países, o de Suecia, Finlandia y Dinamarca, entre los más pequeños, pero bien conocidos por su éxito escolar. ¿Será capaz nuestro país, en la próxima y cercana legislatura, de unirse, o al menos acercarse, a estos países, mediante una ley de educación pactada por todos los partidos políticos y los sectores sociales y educativos más representativos? Es una gran necesidad que tiene, hoy, España, y es también nuestro deseo más ardiente.

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