Diario de León
Publicado por
Luis-Ángel Alonso Saravia, licenciado en psicología
León

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El diccionario de la RAE define la palabra ética, en su cuarta acepción, como el «conjunto de normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida». No nos referiremos en este artículo a las normas morales, pues cada cual tiene las suyas, si es que es así, y las interpreta a su parecer y entender. Nos centraremos en lo que es consecuencia de aquellas, en la conducta de la persona y, particularmente, en lo que atañe a su acción política.

En el libro Ética a Nicómaco de Aristóteles (Ed. CIE Dossat 2000), versión de Javier Fernández Aguado, éste, en la introducción al texto, escribe que «el gobernante, antes de nada, ha de aprender a ser persona» (p. 21), aunque el reto no parece ser sencillo, pues, como advierte Aristóteles, «la mayor parte de las personas viven a merced de sus pasiones y persiguen los placeres que les son propios y los medios que a ellos conducen… Es imposible, o cuando menos no sencillo, modificar con la razón los hábitos asumidos desde antiguo en el carácter… Quien vive en dependencia de sus pasiones, no atenderá a la razón cuando intente disuadirle, ni siquiera la comprenderá» (p. 266). «El poder nunca razona. Solo calcula. Bastaba ver tres minutos a Sánchez en su primera rueda de prensa sobre la crisis del coronavirus para saber que su intervención era impostada, falsa y calculada para engañarnos» (A. Maestre).

En el prólogo del citado libro, Antonio Argandoña señala que «Aristóteles no ha elaborado una doctrina acerca de lo que es una conducta moralmente correcta, sino que ha intentado escribir una explicación del hombre; una teoría de la acción humana… Su teoría empieza constatando la existencia de fines en todas las acciones… ¿Conoce el lector alguna acción humana que valga la pena explicar, que no tenga un fin que sea un elemento clave en la explicación de aquella acción?... La ética ‘realista’ de Aristóteles no se basa en principios más o menos abstractos, sino en la observación de la realidad. Él… no construye un esquema teórico de la justicia, sino que observa a hombres y mujeres de carne y hueso… y los toma como referencia. Y a partir de ellos elabora sus principios… El resultado de todo ello es un planteamiento de la ética muy atractivo. ¿Quiere usted comportarse éticamente?... Bien está que estudie manuales y aprenda principios. Pero eso no es lo más importante. Ante todo busque modelos, ejemplares, personas cuya vida las haga merecedoras de ser imitadas» (pp. 12-15).

Buscar modelos y tomarlos como referentes entre la clase política, dignos de ser imitados, como propone la ética aristotélica, resulta empeño harto difícil, más bien todo lo contrario. Si se observa el comportamiento político de ciertos miembros del universo sanchista, aficionados a plagiar, mentir, ocultar, manipular y silenciar, se descubre cómo son y cuáles los principios por los que se rigen algunas personas.

En determinadas escalas de valores plagiar tiene recompensa: si plagias una tesis doctoral, ¡premio!, presidente del Gobierno; si plagias diversos fragmentos en varios libros, ¡premio!, presidente del Senado; si plagias parte del trabajo de fin de máster, ¡premio!, embajadora observadora permanente ante la Organización de los Estados Americanos (OEA), con sede en Washington. Se trata de escalas de valores de políticos con cargos públicos en las que silenciar el incumplimiento del código ético del partido es norma común para algunos de ellos: como esconder en el portal de transparencia de las Cortes de Castilla y León la compra de una vivienda y ocultar cobro de dietas —caso de un autodenominado líder de no se sabe qué—; o engordar el curriculum con masters no realizados —caso de alcaldes socialistas de importantes ayuntamientos que al parecer sólo tienen tiempo para hacer oposición al Gobierno de la Junta de Castilla y León—; o adornarlo con doctorados no cursados —caso de altos cargos del partido—; o inventarse licenciaturas —caso de algún delegado del Gobierno de comunidad autónoma—; o presentar como experiencia laboral «una vida entregada a servir al señorito de turno» (G. Morán). Pero para caso, el del mandado secretario de Organización del sanchismo, el ministro ‘multiusos’.

El ‘obispo plurifuncional’ ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, del Interior, de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, y recadero nocturno de Pedro Sánchez, ha mentido tantas veces, y cuantas sean necesarias, sobre su conducta en el Delcygate, que, como señala Javier Fernández Aguado en el citado libro, «sólo se conoce lo que se quiere conocer. Quien no está dispuesto a asumir un comportamiento encontrará, tras rebuscar, mil excusas para no aceptar los principios que reclaman esa actuación» (p. 31, nota 3).

Más ejemplos de ‘inmoralidad política’ sanchista podrían citarse. Recordar el de la obscena manipulación hecha por el aparato propagandístico de la secta cuando en plena crisis del coronavirus pretendieron engañar a los españoles a través de videos publicitarios en los que se mezclaban imágenes de Pedro Sánchez con extractos de sus cargantes homilías y aplausos emocionados que los sufrientes ciudadanos dedicaban a los sacrificados sanitarios y a las fuerzas de seguridad, y no al ‘narciso’ de La Moncloa.

Se habla de crisis sanitaria, económica, social, política e institucional, pero no de la evidente y profunda crisis moral que sufre la sociedad española. «Este es un país desarbolado, una nave sin cuadernas, una sociedad sin referentes morales que parece haber perdido la noción de lo que es bueno y malo, lo que está bien y está mal» (J. Cacho). En suma, un país sometido a la pasión y vicios de un tirano.

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