Diario de León
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Como todo territorio montañoso y de torturada geografía, Cabrera muestra un viejo rostro lleno de arrugas y pliegues bien marcados. Su edad entra en el rango de las dimensiones cosmológicas, pero es posible descubrir en ese escenario ciertas huellas que reducen esas dimensiones a una medida humana. Así por ejemplo ahí están unas misteriosas líneas que corren paralelas a cierta distancia unas de otras en las laderas por cuyo fondo se desliza el río Cabrera. Vistas a lo lejos, esas líneas se antojan cicatrices o costurones abultados en tramos de vegetación baja, de urces, por ejemplo, o también senderos o caminos de trazo desvaído. Son las huellas de los canales que llevaban a las Médulas el agua necesaria para derrumbar y arrastrar la roja tierra y así quitarle el dorado metal. En algunos tramos están perfectamente marcados, así en el paraje Virgen del Valle, donde se mantiene un muro que sujetaba el canal en la pendiente. En otras partes lo que se ve es un corte en la roca, la línea de los últimos restos de muro o un tramo que fue aprovechado para camino o sendero. Citemos asimismo un túnel excavado para atravesar una cresta de roca crecida en un lomo abultado en la ladera del dicho paraje Virgen del Valle. Esa geometría intermitente de una obra gigantesca tiene una edad que ronda los dos mil años.

Avancemos un paso hacia tiempos, aun remotos, más próximos. Hay en la iglesia parroquial de Corporales una lápida sepulcral, una piedra de grano que apareció en un muro durante unas obras de restauración. Una de las caras muestra el vaciado de una pequeña cruz, que sin duda acogió una de madera, y que a su vez está sobre otra más grande tallada para definir su forma con cuatro ángulos bien marcados. Al otro lado ofrece las ramas de un árbol, muy esquemático, pero suficiente para apreciarlo con sus frutos como pequeñas espigas. La asociación del árbol de la cruz con el árbol del paraíso es evidente: este fue árbol de muerte y aquel de vida, pero esta, a falta de cruz, se relaciona ahora con ese a primera vista extraño vacío, que podría sugerir el sepulcro vacío: una confesión muy explícita de fe en la resurrección. Rodeándola, hay varias cruces de trazo visigótico. Tampoco aquí tenemos una fecha concreta, pero el trazo nos remite a ese tiempo temprano en la evangelización del territorio cabreirés, en torno al siglo IV o V. Recordemos que hacia mediados del siglo III ya había un obispo en Astorga y que la ciudad se halla justamente al otro lado de ese Teleno que yergue ante Corporales su poderosa majestad.

Tampoco aquí tenemos una fecha concreta, pero el trazo nos remite a ese tiempo temprano en la evangelización del territorio cabreirés, en torno al siglo IV o V. Recordemos que hacia mediados del siglo III ya había un obispo en Astorga

En la iglesia parroquial de Santa Eulalia de Cabrera hay una talla del Niño Jesús de Praga, como se llamó la que fue donada en 1628 por una dama española a los carmelitas de la ciudad, muy replicada desde entonces y popularmente conocida como Niño de la Bola. Pero esta varía un poco, porque no se trata exactamente de un niño de unos cinco o seis años, como el de Praga, sino más bien de un adolescente en torno a los doce o trece años. Y tampoco está desnudo, como aquel: lleva un vestido en falda hasta debajo de las rodillas, ceñido en la cintura, con una banda en forma de estola que le cae por el pecho, libre de la atadura, hasta el límite de la falda. Luce una media melena ribeteada de rizos que le acarician cuello, frente y sienes. En la estola están dibujados los símbolos de la pasión: escaleras, clavos, martillo, incluso el gallo rojo de San Pedro en su noche aciaga. Está descalzo y tiene el pie derecho ligeramente adelantado, como un gracioso pase de danza. En la peana consta este año: 1642. Precisamente ese mismo fue el año en que Felipe IV entonces reinante reconoció como hijo al bastardo que había tenido con la actriz María Calderón, bautizado al nacer trece años antes con el nombre de Juan José. Curiosamente 1629 había sido también el año del nacimiento de Baltasar Carlos, el príncipe heredero, que moriría a los diecisiete años en 1645. El nacimiento de ambos es un año posterior al del Niño de Praga, pero esas casualidades nos llevan a imaginar en el de Santa Eulalia una posible y sonriente evocación de aquel príncipe soñado, cuando el segundo fue reconocido como vástago real.

En el dintel de la gran puerta de entrada de una vieja casa en Trabazos aparecen grabados cuatro círculos, cada uno con su inscripción. Tres están alineados, el cuarto se sitúa debajo de ellos. Los tres de arriba contienen sendos monogramas. El primero es el bien conocido de Jesús, es decir, JHS, con una pequeña cruz volada sobre la letra central. El segundo es de María, las tres primeras letras en mayúscula: MAR, fundidas de este modo en una sola palabra. Y el tercero de José, reducido a tres letras mayúsculas, primera y dos últimas del nombre en latín: IPH (Ioseph). Se trata pues de la muy conocida y popular jaculatoria, como invocación protectora en este caso de un hogar. El círculo de abajo contiene la fecha, el año de la inscripción. La madera de roble está aquí muy deteriorada y agrietada. No obstante bajo la palabra año comprimida en mayúsculas aún se adivinan unos números que dejan el año en 1767, los dos primeros más claros, menos los otros dos. Tres monogramas perfectamente trazados en un lugar inesperado apuntan a la autoría y por tanto a la propiedad de un clérigo. Hoy la casa pertenece a una mujer, llamada Inés, que la recibió en herencia vía paterna.

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