Diario de León

Federico Urales: radiografía de un anarquista

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No podemos pasar sin las autobiografías, pero debemos tener mucho cuidado con ellas. ¿Dónde acaba la verdad y empieza la autojustificación? Las fascinantes memorias de Federico Urales (1864-1942), seudónimo de Joan Montseny, no son una excepción a esta regla. La Universidad de Barcelona y la Rovira Virgili han reunido los tres tomos de Mi vida en un solo volumen, una espléndida edición en la que el lector encontrará cuatro magníficos estudios introductorios, entre ellos el de Teresa Abelló, conocida, entre otros trabajos, por su tesis doctoral sobre las relaciones internacionales del anarquismo catalán. Fundador de una publicación tan legendaria como La Revista Blanca y padre de Federica Montseny, Urales nos encandila con su pasión, su elocuencia y su sinceridad aparente, aunque también nos irrita porque, en más de una ocasión, parece posar para la posteridad.

Tantas veces insiste en lo buena persona que es que nos impulsa, por reacción, a mantenernos alerta. Con algo que no sabemos si es arrogancia, ingenuidad o las dos cosas, confiesa abiertamente que se siente superior, y lo dice con una naturalidad desconcertante: «Siempre he creído estar muy por encima de los demás, moral y materialmente. Sobre todo moralmente». En otra ocasión, afirma que, si se ha ganado enemigos «en un mundo de follones y malandrines», la causa hay que buscarla en la rectitud de su carácter, incapaz de transigir con lo feo y lo injusto. Si alguien es su enemigo, la única explicación posible es que no debe ser buena persona. No obstante, hay que admitir que él propio Urales ya nos avisa de que vamos a encontrar una visión subjetiva basada en su propio yo: «me propongo escribir, no lo que he visto o leído, sino lo que he sentido, lo que he vivido y lo que he amado, y, por tanto, los sucesos de los que yo no he sido autor no me interesan».

Lo que no admite controversia es de que nos encontramos ante un luchador involucrado en mil batallas. Se enfrentó a la censura, conoció la cárcel, arriesgó su bienestar y el de su familia… En una fecha tan temprana como 1887 ya lo hallamos entre los organizadores de una manifestación de protesta por la ejecución de los llamados «mártires de Chicago», cinco ácratas condenados a muerte por un delito que no habían cometido. Defendió también la escuela laica y brilló en el ámbito editorial como periodista combativo y autor de ensayos y novelas. Por otra parte, como era típico en la época, profesaba las doctrinas anarquistas con un fervor muy parecido al religioso. Por eso se refiere a los principios libertarios como «el ideal», dando así a entender que s trata del ideal por antonomasia. Como hombre salido de unos orígenes humildes, una de sus inquietudes siempre fue la formación. De ahí que la gente de su entorno lo encontrara siempre leyendo... Conservó, de todas formas, una profunda animadversión por todo lo que significara pedantería intelectual.

A Francisco Giner de los Ríos lo retrata como «sencillo, bueno y sabio», pero otros famosos no salen tan bien parados. Como Alejandro Lerroux, al que desprecia por demagogo

Las memorias de Urales son jugosas, también, por sus comentarios sobre celebridades de la época. A Francisco Giner de los Ríos lo retrata como «sencillo, bueno y sabio», pero otros famosos no salen tan bien parados. Como Alejandro Lerroux, al que desprecia por demagogo, siempre hablando de la Revolución pero nunca de las ideas que deben sustentarla. De Azorín tampoco dice nada bueno: le parece un tipo cobarde y sin escrúpulos por más que tenga talento literario.

A Francisco Ferrer, el creador de la Escuela Moderna, lo admira por un lado, y lo ayuda a preparar su defensa cuando lo juzgan por complicidad en al atentado de Mateo Morral contra Alfonso XIII. Pero, por otra parte, le reprocha su escasa seriedad en cuestión de negocios: después de prometerle quinientas pesetas mensuales por unos trabajos, se echó atrás sin advertirle siquiera. La mayor crítica, con todo, no es esta, sino la de dibujarle como un títere en manos de su amante, Soledad Villafranca, de la que ofrece un retrato implacable. Lo más gracioso es que, tras acusarla de no amar a Ferrer y ensañarse con ella cuanto quiere, pretende hacerse aún el caballero: «Y tratándose de una mujer, no quiero continuar hablando de ella».

Aunque los personajes deben ser ubicados en su tiempo, resulta inevitable contemplamos desde el presente y su sistema de valores. Ahora que identificamos a la izquierda con el movimiento LGTB, llama la atención que un libertario expresara sentimientos homófobos que sorprenderían menos en un cura reaccionario que en boca de un anarquista. En un artículo publicado en 1905, titulado «hacen falta hombres», presentaba las relaciones entre individuos del mismo sexo como inmorales por salirse de lo que marcaba la naturaleza. Mientras encontraba admisible que un cualquier Casanova amara a infinidad de mujeres, la idea de que alguien no compartiera ese tipo de atracción le parecía detestable: «Decidme que un hombre no gusta de las mujeres, y amarguras, sino maldiciones, pronunciarán mis labios». A su juicio, para que exista luz en el alma y fuego en el cuerpo, el hombre debe amar a la mujer y la mujer al hombre. No existe otra forma de verdadero amor

Tanto rechazo le produce la «sodomía», que un ateo anticlerical como él no duda en invocar en su contra la tradición cristiana: «La Biblia nos habla ya de pueblos destruidos por el fuego de Dios». ¿Qué hacer, pues, para resolver el problema? Urales propone una masculinidad bien definida frente los que no saben «a cuál de los géneros pertenecen». El hombre heterosexual simboliza la fortaleza. El gay, por el contrario, la debilidad. Como acabamos de comprobar, Urales no estaba exento de algunos prejuicios propios de la sociedad en que le tocó vivir.

Con la nueva edición de Mi vida, el lector tiene ahora a su alcance un documento insustituible para adentrarse en la historia del movimiento obrero. Personaje de fortísimo carácter y polemista temible, Urales es, sin duda, parcial, pero sus excesos no deberían llevarnos a pasar por alto la lucidez de sus mejores momentos, ni el compromiso con el que, a lo largo de su intensa vida, intentó ser coherente con sus ideas. Escribe, como tantos otros, para que el público le quiera, pero lo mejor es que, seguramente sin que él se dé cuenta, esas palabras que le brotan como un torrente perfilan su carácter de una manera insólitamente veraz. Donde el autor querría mostrar solo a un santo laico, lo que aparece es un hombre complejo a medio camino entre la bondad y la autoestima desaforada, entre la entrega abnegada a su causa y el desmedido afán de protagonismo.

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