Diario de León
Publicado por
Tino de la Torre, empresario y escritor
León

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Las fotografías, las fotos (como las quieran llamar) están en crisis. Como también lo están las cartas escritas en papel que tiempo atrás viajaban desde la mesa de una persona hasta la de otra a cientos o miles de kilómetros. A veces ese papel llevaba algún borrón en la tinta por alguna lágrima que al final no se sujetó y cayó encima. O un beso estampado. O una foto, de nuevo, con un paisaje de comuniones o una reunión de familia para aquellos que estaban en tierra extraña.

Cuánta verdad había en aquellas fotos no retocadas y en aquellas cartas que decían muchas más cosas que las que estaban escritas. Poca foto se hace ya que no tenga algún filtro como poco. Decía Richard Avedon «Quiero hacer retratos tan intensos como las personas». Y lo conseguía.

Los que hemos hecho fotos y hemos puesto interés en el asunto, a pesar de los mediocres resultados, también queríamos ir a más y que la foto tuviera un relato dentro de sí misma. Era un trabajo minucioso ya que, salvo que uno fuera un profesional en ejercicio, no se podían tirar montones de fotos y luego escoger la que quedara mejor. Las fotos en papel tenían un buen coste. La clave estaba en escoger el momento, la luz, la pose. Y en ellas no había retoques. Había verdad.

Al respecto recuerdo un reportaje de una fuerza brutal que hizo Eugene Smith para la revista Life. Muy polémico en su momento porque reflejaba la realidad de un pueblo extremeño de la España de los 50.

Era muy impactante —hiperrealista, me atrevería a decir— por la sumisión que se percibía en las personas ante una naturaleza que se mostraba implacable. Una existencia de tanta fatiga que arrancaba hasta el último suspiro de las personas. Es lo que llega en la famosa fotografía del velatorio, en donde el finado yace y la familia le acompaña durante unas horas. La atmósfera que se refleja, tan tenebrosa, no deja lugar para la ternura. A aquellas fotos, descarnadas, no se les puede negar que extraían realidades inmediatas que, vistas desde la redacción de una revista en Nueva York, eran algo de una fuerza arrolladora.

Por cierto, aquel reportaje supuso un acicate para el gobierno de la época a la hora de dotar de infraestructuras a ese pueblo y sus contornos. Años después, otro diario, español en este caso, hizo el mismo reportaje, en color, mostrando cambios, esperanza, consumismo. Se trataba de poner las cosas en su sitio. Pero el reportaje original, el de blanco y negro, ahí quedó para siempre como una muestra de «tremendismo fotográfico». Sin retoques y sin filtros viaja todavía hoy esa colección por los museos.

Una foto bastante real reciente, Real para más señas, está siendo comentada. Los observadores más superficiales han reparado en si se ven las piernas o no de uno de los miembros de la familia. Me parece poco importante. La foto, posiblemente tomada con menos preparación que otras, deja ver a una familia real (y Real) que se reúne y encuentran fuerza en ellos mismos. Faltan algunos, las sonrisas no son rotundas (no hay sonrisa rotunda cuando se ha vivido de verdad), los que están es porque viajaron horas para estar allí con su padre o abuelo. La foto, pretendidamente, no busca un fondo protector a sus espaldas, solo unos edificios en sus laterales.

Han decidido presentarse sin protocolos, algo vulnerables, humanos, afrontando un futuro como el de todos los demás: incierto.

Me recordó a las fotos antiguas del desván de la casa vieja, que casi se podían leer aparte de verlas.

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