Diario de León

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Paseo por León, acompañado de mi bastón, observando el clima de incertidumbre que asedia la urbe. Tiendas cerradas y bares a medio gas con las puertas abiertas, de par en par; caminantes aislados con mascarillas, de todos los colores, que evitan el contacto humano; terrazas solitarias porque el aire frío comienza a entumecer las caras, mientras grupos de jóvenes gritan y se abrazan con entusiasmo, puesto que el amor sigue insistiendo a pesar de todos los males. Mientras la algarabía juvenil festeja el encuentro como si fuera la primera vez, una pareja de ancianos contornea sus cabezas con enojo, una vez que parecen intuir, que tanta alegría puede ser la causa de su posible como temido enfermar. En ocasiones aprecio entre los caminantes el zigzagueo de sus marchas con el fin de evitar cualquier fricción que favorezca el fluir viral. Pero también, con la llegada del frío, el ánimo que parecía verse favorecido por el sol, se ve ahora perturbado al no encontrar el ansiado asidero humano, en el que apoyarse, para contrarrestar y compartir la pesadumbre actual. Por momentos, la nostalgia y la desesperanza hacen mella en nuestros ciudadanos, huyendo de la metrópolis como si de la peste se tratara.

Así están las cosas y nada ni nadie parecen poder remediar la situación a medio plazo, puesto que las cifras de contagios, enfermos y muertos van en aumento, con el consabido período de aislamiento individual y la advertencia, a modo de castigo, del confinamiento generalizado.

¿Qué hemos hecho para merecer esto? Antaño el asunto tenía una fácil explicación: la falta de los hombres frente al dictamen de los dioses o el pecado. Pero ahora, ¿cómo pensar la encrucijada en la que nos encontramos si parecía que, con la exportación de la democracia a todos los rincones del planeta, fuéramos a revertir definitivamente todos los males de nuestra historia?

Hay que reconocer que la democracia y el capitalismo que la ha hecho surgir, tienen un corto recorrido en nuestra trayectoria y nada nos permite pensar, salvo la ilusión fanática, que su aparición suponga el fin de la historia, como ya hemos podido comprobar con la llegada de nuevos males y sufrimientos. Demasiados imperios, tan consolidados como el nuestro, se han ido quebrando a lo largo de los siglos, como para plantearse que hubiéramos alcanzado la tierra prometida. Además, los problemas se multiplican por doquier en nuestro entorno occidental, una vez que la exportación de la democracia se ha querido realizar, de modo imperativo bajo el epígrafe de la guerra, articulada a la idea de mercado. Desde los años cincuenta del siglo pasado, finalizadas las contiendas mundiales que asolaron a nuestra querida Europa, el mundo no ha dejado de guerrear, habiéndose visto envuelto por conflictos de corte imperial y económico, que, como antaño aconteció con el cristianismo, también querían llevar el «Bien» a todos los rincones del planeta. Nunca el «Bien» ha hecho tanto daño a la humanidad. Todavía recuerdo la participación de nuestro país en la confrontación contra el «Imperio del mal» y las funestas consecuencias de su participación. Más tarde llegaría el desplome económico mundial y nuevas guerras a partir de ese germen originario, mal planteado, con la llegada en tropel de inmigrantes, en busca de un lugar en el que alojarse para poder vivir en paz. Es cierto, amplias zonas de África, América, Asia y Oriente Próximo, se han convertido en un infierno, como para ignorar la situación de partida, de la epidemia, que ahora nos invade a nosotros.

Ahora bien, la pandemia y la ansiada democracia nos deberían confrontar en este momento a replantear nuestro porvenir, del mismo modo que Atenas se encontró también en una encrucijada con la llegada de la peste a partir de sus guerras imperiales. Dicho de otro modo: de su estilo de vida ambicioso. En aquella ocasión ella quiso introducir igualmente por doquier su espíritu democrático, en su lucha contra el totalitarismo de Esparta, impulsando toda una serie de guerras que acabarían por eclipsar el fervor político y su derrota, y la llegada de nuevos tiranos. Platón denostó a la democracia a favor de un hipotético gobierno de los mejores, nunca alcanzado; mientras que Aristóteles prefirió la monarquía, surgiendo de su educación el nuevo imperio de Alejandro el Grande. Y, nosotros, después de tantas guerras económicas e imperiales, qué nos espera una vez que ahora también nos irrumpe la «peste».

Los tiempos de la necesaria negociación política son cada vez más inciertos, tanto a nivel autonómico como nacional, porque la coyuntura está demasiado crispada, fruto del miedo y la ambición. No hay más que ver el funcionamiento de nuestro país y sus vaivenes políticos en torno a la sanidad o la economía, para observar cómo crecen los enanos ante la falta patente de autoridad simbólica, de saber. Seguimos así, en la pelea imaginaria. Además, fuera de los medios de comunicación oficiales, el modelo democrático comienza a ser cuestionado entre la ciudadanía, aunque ésta no vislumbre, de momento, ninguna otra alternativa. Los cuarenta años de democracia no son ya ninguna garantía, una vez que la corrupción política y la desigualdad son cada vez más patentes, cebándose, como siempre, con los más desfavorecidos, convertidos en «objetos de desecho» del sistema. Por otra parte, el desorden mundial imperante, el discurso tecnológico y el slogan hipermoderno del «todo vale» o que «cada cual invente su personalidad», se confrontan ahora con la nostalgia y el anhelo de un orden absoluto, de un sistema capaz de aportar paz y soluciones específicas a todos los problemas que la pandemia ha reagudizado.

En este sentido, las guerras y la «peste» están sirviendo, como en Atenas, para poner en entredicho el valor de la democracia. ¿Estaremos lo suficientemente despiertos frente a la situación, con propuestas audaces y de nuevo cuño, o seguirán soñando como si nada pasara mientras la carcoma va devorando los cimientos de esta estructura tan frágil?

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