Diario de León

¿Habrá solución para España?

León

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El movimiento de péndulo de nuestra historia, oscilando desde el progreso al retroceso, desde el futuro al pasado, desde el derrotismo a la épica, desde la picaresca a la mística, desde la grandeza de miras a la iniquidad, desde la Cruz evangelizadora a la espada guerrera, desde el Sancho Panza al Alonso Quijano que transciende en el Quijote de la Mancha, no es nada nuevo. Es como si el pueblo español estuviese sometido al influjo de fuerzas centrífugas de dispersión y odios por una parte, y por otra por fuerzas centrípetas de cohesión que conllevan sentimientos de afectos y amores compartidos. Que los españoles somos complejos y complicados parece que lo tenemos, más o menos, asumido, quizás racionalizado o intelectualizado, pero no solucionado realmente. Seguimos dando demasiadas muestras de intolerancia, de menosprecio, de rechazo entre nosotros mismos.

La cristalización de esa escisión quedó dolorosamente reflejada hace más de un siglo por Antonio Machado en su famoso poema: «Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón». Claro que si D. Antonio levantara la cabeza no hablaría, en la actualidad, de las dos Españas sino de los trozos (o de los destrozos) de España. Es posible, también, que si D. José Ortega y Gasset hiciera lo mismo, un siglo después de publicar su España Invertebrada, le parecería más desvertebrada que nunca.

Hace ochenta y cinco años que los españoles se enzarzaron en destruirse los unos a los otros como la única manera, al parecer, de pretender depurar las tendencias que imposibilitaban la convivencia entre sí. Posteriormente, los que resultaron menos derrotados, establecieron un sistema de convivencia en paz «obligatoria»; vamos, de obligado cumplimiento. Y aquello duró tanto que podría parecer que se había resuelto el problema, exceptuando los salvajes actos terroristas, lo cuales, por otra parte, siempre fueron rechazados por la inmensa mayoría de los españoles. Hoy sabemos que no fue así, porque de la misma forma que no se pueden poner puertas al campo, tampoco se pueden sublimar las pasiones por decreto.

Lo cierto es que una minoría ha logrado no engañar, precisamente, sino aprovecharse de la miopía, de la ambición o de la torpeza políticas de unos representantes del pueblo para ir ganando terreno hasta cruzar las líneas rojas

Acabado ese largo periodo de convivencia en paz obligada, emergió, como un milagro, algo inesperado entre españoles: se dieron un abrazo y se comprometieron a redactar unas normas de convivencia civilizada, en paz y concordia. Fue así como surgió y se plasmó La Constitución española de 1978. Aquello asombró al mundo entero, como otras veces ya lo había hecho España, tanto para mal como para bien, como así era en esta ocasión. España es diferente, no cabe la menor duda.

¿Había llegado el momento de superar la «desarticulación» de España como nación, debida, según Ortega y Gasset, a la crisis histórica de la falta de un proyecto de vida en común? Todo parecía indicar que, por fin, habíamos sacado una buena lección de nuestra historia y nos disponíamos a rectificar las tendencias fratricidas que tanto daño habían causado. Oiga, D. Manuel, que de ahora en adelante al españolito, ninguna España le va a helar el corazón…

Pero ¿qué ha pasado?, ¿ilusión?, ¿engaño?, ¿herida cerrada en falso? ¡Qué poco dura la alegría en la casa del pobre! Apenas ha pasado una generación y ha rebrotado, cada vez con más fuerza, la semilla de la desunión, del desamor, de la ruptura de un porcentaje nada desdeñable, aunque minoritario en el conjunto de los españoles. Conviene pararse a analizar la cuestión. En primer lugar, La Constitución de 1978 fue aceptada por una gran mayoría, en referéndum, por todos los españoles. Estoy convencido de que si se celebrara un nuevo referéndum ahora, arrojaría, sobre lo fundamental, el mismo resultado. Los españoles, pues, no han cambiado en ese sentido. Lo que ha cambiado ha sido la clase política que en base a la representatividad legítimamente otorgada por el pueblo, ha desvirtuado la esencia y la voluntad populares para acabar manipulando, a su antojo y conveniencia, el mandato del pueblo soberano.

Un pueblo que parece soberano en la teoría pero no en la práctica. No es que me atreva a disentir de Ortega y Gasset, y menos sobre el momento en que escribió su magnífica obra. Pero me parece a mí que, hoy día, no es «la propia España el problema primero de cualquier política», sino que son los políticos el problema primero de España.

Es cierto y evidente que en la propia Constitución quedaron reflejadas deficiencias conceptuales, afirmaciones difusas, incluso contradicciones en su articulado, amén de prebendas discriminatorias entre «nacionalidades y regiones» que integran el conjunto de España. Esto último que parecía un gesto de buena voluntad, de una generosidad que debería haber sido considerada y agradecida como tal por quienes se beneficiaban de ella, se convirtió «ipso facto» en un derecho no solo inalienable sino en el germen de muchos más derechos, incluida la autodeterminación, llegado el caso. ¿Pecaron «los padres» de la Constitución de ingenuos o, acaso, de timoratos? Dejémoslo en que procedieron con la mejor voluntad y el máximo saber, aunque tuvieran, a veces, que taparse los ojos, la boca y los oídos, e inclusive «aceptar al pulpo como animal de compañía…». ¿Cometimos la mayoría de españoles el mismo error?

Lo cierto es que una minoría ha logrado no engañar, precisamente, sino aprovecharse de la miopía, de la ambición o de la torpeza políticas de unos representantes del pueblo para ir ganando terreno hasta cruzar las líneas rojas. No ha tenido el resultado esperado la «descentralización» del estado como forma de equilibrar competencias, valorar la cultura autóctona para mayor riqueza del conjunto, potenciar el desarrollo en beneficio de todos, etc. Y, sin embargo, esto es lo que sigue deseando la mayoría de los españoles. No es que no tengamos un referente claro, ni unos lazos que nos unen desde hace siglos. Es posible que no los sepamos defender y conservar. Es posible que quienes están llamados a llevar a buen puerto ese objetivo hayan preferido «llevar el agua a su molino». Se trata, pues, de los políticos, manipuladores y prevaricadores, quienes una vez obtenido el beneplácito del pueblo, al cual le han prometido «el oro y el moro», proceden, una vez conseguido el poder (el suyo, no el del pueblo) «a hacer política», es decir a organizar su agenda particular con nombramientos a diestro y siniestro de cargos de todo tipo y condición a cargo, naturalmente, del presupuesto del Estado. Lo mismo que con cantidades ingentes de dinero en beneficio casi exclusivo de su Partido y afines etc., etc.; lo cual dista mucho de lo prometido.

Vamos, que aplican el dicho de prometer, prometer hasta meter (el voto en la urna), y una vez metido ya veré lo que hago con lo prometido…Eso lo saben los políticos desde pequeños, y que no pasa nada por engañar al personal, sobre todo «si se hace con arte»… Al pueblo, que se da cuenta enseguida de la trapisonda, se le queda la cara como lela sin decidir lo que, en buena lógica, debería hacer. Sobre este particular, de cuyo contenido no puedo extenderme ahora por razones de espacio, versará un próximo artículo.

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