Diario de León
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Todo el mundo lo llamaba así, hermano Juan. Era delgado y había sido alto, pero a los setenta y tantos años ya andaba levemente encorvado. Raleaba teñido de canas su pelo antes rubio y abundante. Sonreía siempre. Llegó a Trujillo, la pequeña ciudad hondureña, cabecera de provincia y obispado en la costa Caribe, desde su tierra natal norteamericana. El viaje fue muy largo, cumpliendo así lo que pedía el poeta para el camino de la vida y, si no rico en conocimiento, accidentado al menos de ricas aventuras. 

Precisamente Trujillo reunía condiciones atractivas para un aventurero como él, alguna incluso tocada de leyenda. Fue allí, por ejemplo, donde desembarcó Colón en 1502 en su cuarto y último viaje, culminando una de las más grandes aventuras de la historia. El lugar no fue Trujillo exactamente, sino Punta Caxinas, actual Puerto Castilla, la punta en verdad de la gran bahía, al final de la línea que dibuja su curva de hoz dorada partiendo precisamente de la pequeña elevación donde se alza Trujillo. 

Después la ciudad fundada en 1525 fue creciendo en importancia a medida que lo hacía su puerto estratégico en ese mar Caribe por el que transitaban las naves hispanas, junto con otras menos deseables. 

Y sobrevivió, pero al ser licenciado no volvió inmediatamente a su país, decidido a explorar aquel mundo, al margen de trincheras, combates y largas marchas

Trujillo sufrió asaltos de piratas varios, que no logró rechazar ni siquiera defendida con la fortaleza de Santa Bárbara levantada a principios del siglo XVII. A primeros de agosto de 1860 William Walker, el más famoso de los filibusteros norteamericanos, conquistó la fortaleza y se apoderó de la ciudad en un ataque relámpago de madrugada. La había utilizado solo como cabeza de puente en su ruta hacia Nicaragua, pero de todas formas el ejército hondureño lo persiguió y en poco tiempo fue derrotado, después juzgado y condenado y finalmente ejecutado el 12 de septiembre. Su tumba se conserva en la ciudad como si de un trofeo de guerra se tratara. Y ese era el Trujillo al que llegó nuestro hombre, pero, ¿de dónde venía? 

En la veintena de sus años el hermano Juan fue soldado del ejército norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial y como tal combatió en varios frentes europeos. Y sobrevivió, pero al ser licenciado no volvió inmediatamente a su país, decidido a explorar aquel mundo, al margen de trincheras, combates y largas marchas. 

Así es como recorrió Francia, España y finalmente Italia, para despedirse en Roma. Si no todo, gran parte al menos del viaje lo hizo, curiosa y extrañamente, en bicicleta, y eso nos da una idea de la capacidad de aquel muchacho para la aventura de la libertad en un mundo nuevo para él y ya en paz, gozando largamente del aire al fin sosegado, ya no atormentado por el estruendo de la maquinaria bélica. 

Podemos imaginar el estado de las carreteras, destrozadas por los bombardeos o, como en el caso de las españolas, sin asfaltar, pero eso no importaba al joven soldado que disfrutaba de la libertad, pedaleando por Castilla rumbo a Madrid. Antes se desvió a Ávila para visitar la ciudad de Santa Teresa y el detalle adquiere sentido visto desde su opción posterior, porque ello nos da una clave de interpretación y sugiere que era un joven con inquietudes religiosas, tal vez exacerbadas por la guerra y ahora recuperadas al aire de la reciente libertad. Su viaje europeo acabó en Italia con la despedida en Roma, donde vio al papa. 

Era la hora de volver a casa y así lo hizo. Algún tiempo después, dicho su adiós a las armas, se hizo hermano lego franciscano. Los dos términos, franciscano y lego, son matices que definen su personalidad, tal vez orientada o condicionada por sus experiencias en la guerra y aquel largo periplo contemplativo que la siguió. 

Bien fuera por elección o simplemente destinado por su Orden, el caso es que llegó a Honduras y acabó en Trujillo, compañero del primer obispo que tuvo la diócesis erigida en 1577, el también franciscano Virgilio López, un hombre sencillo y humilde que en su juventud había sido vendedor a domicilio de libros y revistas.

El hermano Juan hacía todo tipo de trabajos de cuidado y mantenimiento en la comunidad franciscana y en la casa rectoral, así como en la iglesia, que era y es la catedral de San Juan Bautista. 

A la gente de confianza le contaba una idea suya, una vieja chifladura en realidad, tan inocente como él lo era y acaso proveniente de sus años de guerra y vagabundeo por aquella Europa destruida a causa en definitiva de la falta de entendimiento: había inventado, en busca de ese entendimiento universal, una lengua más sencilla que el esperanto, construida sobre el latín. 

Eso era lo que decía, pero más bien habría que pensar en el italiano, que sin duda había practicado durante la guerra y en todo caso cuando estuvo en Roma. Recuerdo el buenos días: «Bona matino». Si alguien le hacía notar esa falta, aparente al menos, de concordancia en el género, respondía que ahí, precisamente en matices como ese, estaba la gracia de la nueva lengua. En fin. También era buen cocinero y en julio y agosto hacía una mermelada de mango sin parangón. La huella de su sonrisa pervive en mi recuerdo. 

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