Diario de León

Publicado por
Luis-Salvador López Herrero Médico y Psicoanalista
León

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S entado en el sofá, lo mejor que se puede en esta época de transformación hacia un lugar aún por definir, y con una luz que ilumina cálidamente cada letra, cada frase, en el papel, leo con atención la infinidad de artículos que ha despertado la conmemoración de Mayo del 68, y me pregunto, como muchos: «¿Qué ha quedado de aquella ilusión y algarabía colectiva, que tanto eco generaría en nuestros años de transición democrática?».

Palabras en el aire, para unos; multitud de letras impresas sin apenas vigencia, para otros; recuerdos atravesados por la memoria y el dolor, para algunos de los participantes; y tal vez resignación e impotencia, para muchos de aquellos que se dejaron llevar por la esperanza desbordada de los años sesenta, fruto del ansia que derrama toda juventud. ¿Y nada más? —me pregunto nuevamente mientras me giro en mi asiento, en un intento de acomodar la postura—. Sí, la presencia y el valor de unos hechos que son necesarios interrogar una vez más, para despertarse un poquito, de ese dulce y efímero sueño que crea el elixir de las fantasías —me respondo dejándome llevar por cierto aire de calma inestable—.

Cuando los franceses, americanos, alemanes y demás jóvenes alocados, invadieron la calle para intentar hacer de la política un juego lúdico y de la poesía el vínculo de concordia entre todos los seres humanos, muchos de los muchachos españoles se encontraban estudiando a marchas forzadas en un pupitre de madera, con la mirada atenta del sacerdote, la guía de la cruz y el rostro de Franco escudriñando todos sus quehaceres. En realidad, este suceso de rebeldía adolescente que asolaría el mundo con la fuerza de la gaseosa, y del que ahora muchos hablan con rigurosos comentarios y emociones distorsionadas por la memoria, fue seguido de cerca en nuestro país por tan solo un pequeño e intrépido puñado de españoles; los demás, la inmensa mayoría de la población, bastante tenían con dormitar entre creencias y rituales impuestos, sensatamente imposibles de cuestionar, o en afanarse por encontrar un marco que les permitiera cubrir la necesidad alimentaria tan real. Con lo cual, por mucho que se hable y repita en estos días, el suceso pasó aquí sin pena ni gloria.

Sin embargo, sí tuve la oportunidad de contemplar el despertar del Mayo del 68 con la llegada de la transición. El tumulto fue tan intenso, que parecía que fuera aquí, en España, y sobre todo en las grandes capitales, en donde se estuviera gestando e inventando, ahora de forma definitiva, el nacimiento de una nueva comuna. Era una creencia cotidiana pensar que todas esas barricadas festivas pondrían fin a la larga sequía de libertad, así como al nacimiento de un nuevo lazo de amor. La juventud, divino e incauto tesoro, se dejaba llevar una vez más por la embriaguez y el hechizo de las ideas y la retórica verbal, mientras el poder económico iba tejiendo sus finos hilos acerca de lo posible.

Por eso nada de lo que se esperaba sucedió en Francia, ni en ningún otro lugar, ni mucho menos en nuestra anhelada como enfebrecida transición; lo cual debe obligarnos a reflexionar, puesto que se extraen mejores consecuencias de los fracasos que de los triunfos, ya que estos últimos solo sirven para engordar e infatuar nuestras propias imágenes. De ahí que cada uno, a su debido tiempo, fuera recogiendo sus bártulos, barbas, melenas, libros y mochilas de viaje, y se acomodara como pudo y supo: algunos refugiándose en las drogas o en el suicidio anónimo, para dormir definitivamente; otros atontados entre los almohadones de esa nueva sociedad de consumo que empezaba a germinar, de manera poco convincente para el espíritu de antaño; los hubo también que fueron atravesados por la depresión, la desesperanza o el hastío sin nombre, o que buscaron aplacar sus heridas con el alcohol, la poesía callejera o la venta ambulante… Fueron, sin duda, los más perjudicados y desfavorecidos tras la fiesta, y de los que apenas nadie se acuerda. No obstante, el descalabro de vidas juveniles como consecuencia de Mayo del 68 y de sus retoños hispanos, fue altísimo y convendría sacar a la luz, y me consta que ya ha comenzado a escribirse, puesto que fueron muchos los que sucumbieron al precio de una gloria efímera. Sin embargo, como siempre ha sucedido, un nutrido grupo de aquellos adolescentes, y menos jóvenes, los más espabilaos y nada incautos, que alguien debería de nombrar junto a los caídos, irían ocupando los diferentes cargos que empezarían a repartirse tras la nueva fiesta nacional.

¿Qué había sucedido pues, se preguntan todos los articulistas con cierto gesto de nostalgia y preocupación, para que estos jóvenes, plenos de ideas, acabaran por abandonar, cada uno a su manera y tiempo, toda esa búsqueda de libertad absoluta? Muy sencillo: porque una cosa son las ideas y otra, bien distinta, los hechos que sistemáticamente las cuestionan. Dicho de otro modo: el principio del placer sucumbió al principio de realidad, para volver todo a empezar. Lo cual no debe incomodarnos en exceso si sabemos y podemos extraer cierto saber sobre los límites y posibilidades de nuestras ideas y fantasías.

Son todos estos aspectos los que nos permiten encontrar ahora cierta lógica entre las palabras y el poder, que tiende a instrumentalizarlas. Mientras las dictaduras y totalitarismos, varios, irrumpen con el poder del martillazo y se van fragmentando a través de las frases que vehiculizan nuevas ideas, las democracias tienden a alcanzarse y desarrollarse, mediante la retórica verbal, para más tarde irse cuarteando por el peso y la inercia del poder, que van alcanzando todos aquellos, nada incautos, que acaban lográndolo. Pero así fue y así es, ¿o no?

Y ahora permítanme una última recomendación, sobre todo para los más impetuosos. ¡Jóvenes del mundo ser incautos, puesto que así podréis equivocaros! Pero hacerlo de la buena manera, esto es, teniendo como garantía el fracaso de vuestros padres, no sus éxitos, puesto que debajo de los adoquines, ya lo sabemos, no está la playa sino la ley.

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