Diario de León
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Se lee en el libro de Jeremías que en cierta ocasión el profeta se echó al hombro un cántaro de barro y caminó hacia las puertas de la ciudad. Iba en silencio y en el trayecto se fueron añadiendo acompañantes, intrigados por su figura. Al llegar, ya rodeado de un buen número de gente expectante, incluidas autoridades, se detuvo y les soltó un breve parlamento, denunciando sus conductas descarriadas. Luego estrelló el cántaro contra el suelo. Dijo tan solo: «Esto es lo que Yahvé hará con vosotros». Y se fue.

Acciones, gestos por el mismo estilo abundan en los relatos bíblicos: rasgar un manto en doce trozos, tirar flechas por una ventana, cargar con un yugo al cuello, dibujar una ciudad en un ladrillo, tomar una navaja barbera y raparse cabeza y barba, ir desnudo y descalzo (Isaías). Lo que sus protagonistas pretendían no era otra cosa que llamar la atención sobre ciertos asuntos, visualizando con tales gestos algo que las palabras solo pueden enunciar con más o menos frialdad o calor. En cuanto a Jeremías, suponemos que hubo de impresionar sobremanera a los presentes con su gesto, culminado con la tremenda amenaza, en caso de no variar el rumbo y revertirlo, de acabar hechos trizas como el cántaro.

Milenios más tarde y ya en tiempos maquinales reglados por IA, el recurso sigue vigente, como puede comprobarse ante la campaña emprendida por ciertos grupos ecologistas que denuncian conductas o sistemas a sus ojos reprobables, buscando la conversión o reversión, so pena de asumir el destino triste de los cántaros rotos. Los activistas proclaman el apocalipsis del llamado «climate change» debido a la explotación del petróleo, y para ello, viejos profetas redivivos, adoptan el simbolismo del atentado contra pinturas célebres de museos europeos. Así es como embadurnan con salsas, sopas, purés de verduras y otros pringues cuadros de Van Gogh, Vermeer, Monet, y luego pegan sus manos ecológicas a la pared donde cuelgan e incluso a los mismos marcos de los cuadros. Por lo demás el simbolismo de los actos se potencia frente a esos cuadros objeto de su ira, depurados símbolos ellos mismos de una civilización, de una cultura cuyo alto fruto son después de todo.

Al contrario que los profetas bíblicos, cuyo auditorio era en todo caso reducido, el de estos elementos, merced a los medios instantáneos de difusión global, se extiende por todo el mundo. Y menos mal que los cuadros están protegidos por un cristal, de modo que esas manchas con pringues ecológicos son momentáneas. Podría ser peor y fusilarlos, como por cierto ya se ha hecho, y a cañonazos, en otras latitudes no europeas, logrando así la perfección en el símbolo del cántaro roto, que, dice también el texto bíblico, «no puede más restaurarse».

Manchar un cuadro. Ellos no lo saben, pero lo que hacen no es otra cosa que copiar al otoño, cuando este «mancha» puntual el cuadro general de la naturaleza. Pero, acotando ahora su acción a nuestra vista y alcance, los así «manchados» por el otoño en su anual performance son los cuadros particulares expuestos en las salas dispersas del museo general de la provincia, entre ellas, hayedos de Ciñera y Busmayor, robledo en una umbría ladera de Truchillas, abedulares del valle del lago de La Baña, viñedos de Valtuille y Corullón, castañares de Pombriego, etc. «Nadie sabe cómo ha sido», dijo el poeta de la llegada de la primavera, y lo mismo, no iba a ser menos, puede decirse del otoño, que en todo caso no se precipita, cual si fuera un activista neófito y nervioso.

La primera vez que lo vi «manchando» este año fue un día de primeros de octubre en Cabrera. La luz de la mañana otoñal tenía una suavidad de cielo mate. Con suaves pinceladas exploraba la gama del amarillo en las hojas de los chopos y de los robles o ensayaba el naranja en los cerezos. Se diría, cambiado el plano estético a la música contigua en la emoción que me embargó, que esas eran las primeras notas en la afinación de la orquesta clásica de las Cuatro Estaciones antes de acometer los compases solemnes iniciales de la sinfonía otoñal. Pues música y pintura confluyen en los ojos conmovidos ante esa larga cadencia de los chopos trazando en amarillo la línea arbolada del Eria y del Cabrera, los arroyos de los valles que en ellos vierten, las lindes de las praderas, o frente a la apenas dibujada fuga en sol ahora menor de abedules plata y verde pálido, rubicundos cerezos, cornejos granate vino Mencía (no en vano llamados «sanguiños» en Cabrera), altos pradas (arces) crema hueso de santo.

Pocos días más tarde de aquella mañana, ya estaba en plena ejecución toda la partitura, y sus enteros pentagramas, chopos, abedules, cerezos, alisos, robles, desplegaban su vibrante cromatismo íntimamente sonoro y plácidamente vegetal: verde oscuro, ocre, amarillo, bronce, morado, granate en explosión abigarrada. Recordé entonces lo que de una siembra o reguero de manchas al albur como estas escribió Cunqueiro: que parecen el polvo caído de Dios al sacudir las manos creadoras alfareras; las manos pintoras, dicho por mí ahora del otoño y las suyas. Antes del acorde postrero y el silencio, el fulgor de las hojas en su gloria maduraba en el lienzo de unos cuadros que hubiéramos soñado eternos; antes de la caída, ese esplendor.

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