Diario de León

Melancolía: ¿un otoño, apalambrao y triste?

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Yen llegando cada año, desde lejana aldea, la memoria de este tolerante y apacible sol de otoño, mis recuerdos y añoranzas se van a los inolvidables días de vendimias, magostos y matanzas, esperando siempre la nieve sobre la cumbre Aquiana, mensajera de inolvidables escenas en torno a la lumbre de suelo de los primeros, lentos, novedosos, y sumisos copos que se colaban por la inmensa chimenea de campana en aquellas cenas familiares de pan de centeno, caldo y chicharros, fervudos y castañas.

Pasando la Encina y el Cristo, comenzó este año la vendimia, precedida de sequía y de malos vientos que nos trajeron altos los precios, bajas pensiones y salarios, y siempre peligrosa y nefasta la guerra. Tras las vacaciones de verano —para quienes las disfrutaron—, la rutina diaria no tuvo alicientes ni motivaciones para creer en augurios de bienestar, futuros de paz y días de gloria. Del mercado llegan a diario las amas de casa sobrecogidas y asustadas por los precios que se pasean alegremente por las nubes, sin que nada ni nadie los haga aterrizar para acomodarlos a los bolsillos de los menos pudientes, de las clases obreras y sobre todo de los pobres pensionistas y parados.

Veraniegos y eternos días de calores, fuegos y sofocos, caldearon cabeza y agrietaron corazón. Llegaban de los países pobres oleadas de hambrunas esperando el trigo de Ucrania; aguardaban los ricos el gas natural y el petróleo de Rusia, mientras la sequía seguía calcinando los suelos mediterráneos. Sequía de agua y de emociones, de alegrías y progreso, llenaban los hogares de lúgubres pronósticos de futuro. Socialmente hablando, el mundo no esperaba grandes noticias que pusieran a rebosar de alegría los corazones de la humanidad. La luz y el gas se mueven a ritmo de chachachá, mientras los poderosos bailan airosos valses, sabedores de que sus riquezas aumentan sin que ellos tengan necesidad de encomendarse a San Judas Tadeo para que sus dividendos crezcan y suban desproporcionalmente a como bajan los recursos de los pobres.

De Ucrania sigue viniendo el aire pasajero de las victorias y fúnebre de los caídos, con olor persistente a sangres y alcanfores, a incienso y gloria. Los economistas nos ponen a punto de caramelo una posible depresión, recuerdo de siglos y de años pasados. Y es que las depresiones, en el corazón humano están a la orden del día. Que nadie me pregunte, por qué ando triste y abatido, cabizbajo y sombrío. Que nadie se burle de mis miedos y flaquezas. Que a nadie extrañen mis temores y encierros. ¡No tengo alegría! Le tengo miedo a la vida, al amanecer diario. ¡Le temo al sonido majareta del despertador, y no quiero despertar, y menos, levantarme!

¡No quiero enfrentarme a un nuevo día! ¡Parece mentira! —me dicen los amigos— que un hombre como tú, luchador, buscavidas, alegre donde los haya, hayas caído en el pozo de esta tristeza malsana y de miedos inconfesables, impropios de un hombre como tú. ¡Y qué verdad tienen!, pero no tengo ánimo para superarlo y me hallo como quien ha caído en un pozo y ni energía le queda para llamar a gritos y pedir auxilio a la propia familia, a los mejores amigos. ¡Y es que no me compongo! ¡Vamos, hombre!, me dicen, ¡Y qué va, no hay manera de tirar pa’rriba! Las propias noticias de la tele me dejan alicaído, destrozado, sin esperanza de futuro. Total, ¡un desastre! Y el llanto callado vuelve otro otoño, pero éste, con más virulencia que nunca y me ha dejado sin valor. Yo mismo intento darme ánimos, pero qué va, que ni pa’Dios puedo levantar cabeza.

«En este titubeo de silencio y agonía,/ cargo lleno de penas, lo que apenas soporto./ ¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?». (Rubén Darío)

Y es que cuando llega el otoño, me invade la melancolía. Le dije a mi mujer. Llegados a la consulta, el curandero me dijo. Es la «bilis negra», hoy llamada depresión. «Un sentimiento profundo de tristeza, de causas desconocidas, se manifiesta en las personas como desánimo, abatimiento, tristeza y apatía ante las cosas y ante la vida. «¡Así es…!», le interrumpí. La bilis negra, provoca soledad, miedo, angustia que caracterizan a las personas melancólicas. Lo veo hasta en su agónica mirada, es la «atrabilis», terminó facultándome el santero, que solo quiso cobrarme la voluntad y, para mi sanación, le entregó a la mujer algunos remedios caseros,

¡Arrancao que era yo pa’la política!, y para vocear las consignas del partido, para admirar y seguir a mis líderes, para ser el primero en las manifestaciones, pero hoy ni a salir de casa me atrevo. Y es que tampoco ninguno de ellos, ni siquiera los míos, me están dando motivos para creer y esperar nada de ellos. Con la pérdida de mi trabajo, en el que llevaba tantos años, los impagos, el bolsillo vacío, me han acobardado, sobre todo en estas primeras semanas del otoño, con los días más cortos, el viento sibilante y las primeras nieves, me han helado el corazón. Ni ganas, ni valor me quedan para salir a mendigar. En ocasiones me pongo en lo peor, y es que ni mendigando me veo, prefiero morir de hambre antes que tener que mirar a los ojos altaneros de quienes, compadecidos, me regalan una limosna. Padre, ¿cómo dice eso?, me increpan mis hijos…

Para colmo, este año, ya estoy viendo, en el horizonte cercano, los aterradores días de difuntos con la aparición —en mente y corazón—, del hermano que la pandemia se llevó. Ni a rastras, me llevarán al cementerio. La voz del cura, la vista de flores y coronas, el silencio, las lágrimas, me destrozan y empequeñecen. ¡Me siento tan caído! De la figura de mi hermano, solo tengo nítido, el recuerdo. Un mocetón alegre, ocurrente, al que sin decir ni mu, aquel maldito virus se llevó. Ni al entierro pudimos asistir. Lo despedimos en la distancia y en silencio, escuchando su voz y su sonrisa, apagados su corazón y sus ojos, y contagiados de miedo y de nostalgia los nuestros.

Todos me dicen que todo esto pasará. ¡Recuerda!, me dice la mujer, que lo mismo te pasó en años anteriores. ¡No mujer, no, que va, en años pasados fue diferente!, le contesto, pero ella insiste y me abraza, y cómo agradezco su mirada de confianza y de cariño. La duda me corroe, y quiero que pasen los días para saber si es verdad lo que me dicen quienes me quieren, y no se burlan de mí.

Amigo lector, de un tirón y muy de mañana —vacío de sueño, y tembloroso de ánimo—, te he escrito todo esto y es que quiero invitarte a ser fuerte, a confiar en familiares y amigos bienqueridos, para que si, en el pozo otoñal de la soledad y la tristeza has caído, te dejes contagiar de su optimismo y alegría y confíes que el otoño, lo mismo que trajo, se llevará este acojonamiento, esta melancolía y esta tu tristeza —y también la mía—, que parecen no tener final.

 

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